viernes, mayo 28, 2004

Crónicas de la real estupidez
Salía de la boda real que celebraba el arte con los patrocinios. Esponsales aderezados por salmones ahumados y cubertería importada del reino de Puebla, ex-profeso para tan digna ocasión. Ya sabe usted, Cocó, que en Puebla se pintan solos para los detalles barrocos y toda suerte de monerías.
Mi carruaje se había quedado un poco lejos, pero tampoco significaba mucho problema porque está de moda caminar. Añadamos la ventaja de que no llevaba tacones a pesar de que mis zapatos eran finos a la par que elegantes.
La noche era lúdica y ensoñadora por lo que cuando levanté mi falda de seda para cruzar el umbral de Palacio, dudé entre volver a mi palacete veraniego de la colina o visitar al Conde que vive al final del pasillo. Supuse que habría tertulia y mis pómulos, incitados por el vino, se cubrían de crepúsculos.
Al tercer paso sentí la vista del sapo sobre mi espalda. De haber llevado tacones la hubiese sentido sobre mis nalgas. Es que los sapos, pequeños animales son. Me giré sobre mis talones procurando no perder vergonzosamente el equilibrio.
Y es que hace muchos, pero muchos años en una lejana y olvidada montaña, besé al sapo repetidamente y el muy obstinado jamás se convirtió en Príncipe. Por contraer nupcias con la Infantita Infantina, le dieron el título de Marqués de la Chingada hace relativamente poco. Yo le seguía viendo cara de sapo y es que, ya sabes mi querida Cocó Chanel, que aunque la mona se vista de seda...y no lo digo por mi falda ¿eh? que si bien es meidinchaina, los chinos tienen fama por sus capullos.
Olvidé la visita al Conde y sus secuaces. La noche ya era otra. El Marqués de la Chingada sentenció con su cinismo habitual la enérgica maldición: "Mientras tú sigas caminando por "X" y yo por "Y" nos seguiremos encontrando, vivimos en fractales, en coordenadas" Apuré el paso por el sendero y el sapo me seguía y me seguía y me seguía siguiendo...¡qué manera de brincar tienen estos animales!
Al llegar a mi palacete la alergia se apoderó de mi y recordé lo dicho por mi institutriz (sí, la misma que me regaló el látigo y me condecoró como dominatriz): los sapos suelen tener la piel cubierta por verrugas y tubérculos formados por numerosas glándulas las que segregan sustancias tóxicas que actúan al ponerse en contacto con las mucosas de eventuales enemigos. ¡Oh no! el famoso escupitajo del sapo. Interminables pañuelitos bordados intentaron fallidamente limpiar mi nariz, incluido aquel que agité en una de las muchas despedidas fallidas y hasta un par de sábanas Smoking size.
El sapo empezó a brincotear obscenamente al ritmo de psycho. Desesperada le solicité el remedio para neutralizar el conjuro. Me dijo que me lo daría a cambio de tres gotas de aquel perfume Funtastic que yo usaba antaño y que tanto le gustaba. Le dije que por mi, se lo podía beber todo, pues ahora usaba una fragancia mucho más acorde a mi nueva posición social. Me metió un puñado de antistaminicos de todos colores, los cuales me sumergieron en un sueño profundo que me hizo perder el conocimiento por algunas décadas.
Lo último que supe, estimada Cocó, es que la Infanta Infantina no le creyó que el perfume que exudaba se lo habían rociado sus hermanas en una broma estudiantil (para la cual, por cierto, ya estaba grandecito). Esto fue no sólo causal de divorcio sino que ameritó que su título nobiliario fuera desconocido. Por si fuera poco en un coto de caza en el que se reunió con algunos Lores de Apizaco, se dislocó el codo de la mano izquierda lo cual le impedirá recurrir al autoconsuelo. Y así fue como el sapo perdió la dignidad, la esposa y la posiblidad de hacerse, ya jodidamente, una chaqueta. Eso sí, no hay que olvidar que mientras este mundo siga moviéndose en coordenadas, el sapo puede aparecer en cualquier momento.







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