domingo, septiembre 30, 2012

Karma dominguero de la Línea1



Este iba a ser un post bien documentado y reflexivo sobre una exposición que acabo de visitar y que tiene que ver con mis temas de investigación y blablablá, pero, como siempre, me pierde el maravilloso mundo de la anécdota insulsa.
Venía domingueando despacio, sin prisa ninguna por volver a casa, intentando estirar las últimas horas de la tarde.  Me detuve en la boca del metro y me acodé como si estuviera esperando a alguien, fijando la vista en el teléfono y viendo a la gente que subía por las escaleras eléctricas.  Un chico me mira y está a punto de saludarme pero se arrepiente. Yo no correspondo al gesto y sigo con mi pose de espera. El chico se coloca cerca de mí y es evidente que también espera a alguien así que lo miro y doy un paso hacia él. Él vuelve a mirarme y entonces pienso que seguramente quedó con alguna mujer que no conoce y por eso está desubicado. Puede ser que esté esperando a una chica a la que venderá algo que anunció en Internet. También puede ser que sea la amiga de un amigo o una cita a ciegas. Esto último me parece menos probable pero convierte a la anécdota en historia. En una historia fallida, auguro, pero en una historia.
Siento que tengo el control sobre una especie de breaching experiment. Recuerdo a Garfinkel y a sus experimentos de ruptura del sentido común y viajo en el tiempo unos cuantos años, cuando me daba por hacer estas cosas con cierta frecuencia con el entusiasmo de la recién descubierta sociología. Había que teorizarlo todo, tenía esas ganas.  Veo que el chico sigue esperando y lo vuelvo a mirar pero ahora con un poco de insistencia, entonces por fin se acerca y me dice: ¿Gabriela? y le contesto que no con ensayada naturalidad porque esperaba este momento.  De hecho, mi pequeña victoria consistía en que el tipo por fin me preguntara si yo era aquella. Pequeñas victorias estúpidas para diminutas crueldades cotidianas. Antes de que se girara a seguir buscando a Gabriela, un par de nórdicos me preguntan que qué es eso que está enfrente. Les contesto que es una antigua plaza de toros convertida en centro comercial. Se los digo con un tono indignado, como diciendo “vaya mierda”, pero a ellos les entusiasma la idea, me dan las gracias y se disponen a cruzar la calle. Cuando volteo, el chico ya está con Gabriela. Gabriela es mi antítesis. Estoy segura que el chico tenía la descripción pero parece ser que hoy en día cualquier mirada ya es una afirmación o una pregunta.
Me subo al metro pensando en la tontería que acabo de hacer y me río. El vagón no viene lleno pero tampoco hay asientos y me quedo de pie. Un par de paradas después, un hombre saca un cuaderno y se pone a dibujar.  Pienso que dibuja a la chica que está detrás de mí, así que me muevo con todo y mi complejo de muro. En Urquinaona sube bastante gente, la puerta abre del otro lado y en esos reacomodos logro ver el cuaderno de reojo y alcanzo a ver un rizo como el que se me hace junto a la oreja, una oreja y mi arete. Una cadena cortita que sostiene tres bolitas y remata en una gota: inequívocamente es mi arete. No sé qué hacer.  Finjo que no me doy cuenta pero yo no me muevo. Volteo a ver a la gente que viene sentada y al girar la cara hacia  donde la tenía, levanto un poco la cabeza para disimular papada. El dibujante es discreto. Apenas me mira pero una mujer que viene atrás de él observa alternadamente la hoja y mi rostro. Me parece que voy en un tren y que la siguiente parada es en el próximo pueblo que está a miles de kilómetros.  
Vuelvo a girarme y veo que hay chicas muy guapas, que debió dibujarlas a ellas. ¿Por qué a mí? ¿Por qué a mí? pienso mientras procuro no ponerme roja como un tomate, cosa que me ocurre a la menor provocación.  Recuerdo al chico de hace rato y lo incómodo que lo hice sentir y rumio esas cosas del karma en las que nunca creo pero, caray, todo es muy raro. Empiezo a sentir angustia pero sé que no es una angustia nueva, es otra que ya traía puesta pero que entre museo y experimentos sociales había puesto entre paréntesis. Me siento invadida y, confieso, un poco halagada. Y cuando cavilo en el halago, enseguida pienso si no es un hombre que colecciona retratos de las mujeres más feas que ha visto en su vida. Me miro en las puertas del metro y pienso que no estoy fea. Bueno, no tan fea como para pertenecer al catálogo de las Grandes Obras Maestras de la  Fealdad Humana.
El hombre baja en Sagrera y no puedo ver el resultado. El metro vuelve a su velocidad habitual y la mujer que miraba el dibujo me sonríe. Le devuelvo la sonrisa. Creo que me merezco la incomodidad por estar buscando interacciones con desconocidos sólo por el gusto del  experimento. Me lo merezco y entiendo el sentido del castigo redentor. En mi pequeño universo de diminutas perversidades, todo vuelve a quedar en orden. Suspiro muy hondo y la angustia reverbera. Mañana es lunes. 

domingo, septiembre 16, 2012

Nueve...

Nueve años de inconstancia bloggera pero aquí seguimos.
Más que celebración es pura nostalgia por aquellos años en que escribía a borbotones sin ninguna pretensión, sin cuestionar la legitimidad de mis catarsis y sin reparar en las complicaciones de mostrarse con tanta desfachatez.
Nueve años, cuatro computadoras, tres casas, tres ciudades fijas, dos países, varios viajes, algunas rupturas, varias confesiones y un montón de silencios. Cada vez más silencios.
El día que inauguré este blog tenía una resaca espantosa. Es lo poco que recuerdo de manera objetiva.  Lo demás son todas estas ficciones que cada vez importan menos. 
Hace nueve años este blog, esta ventana con la ciudad a mis pies y una cantidad apenas suficiente de esperanza.  De todo eso, sólo queda el blog. A lo mejor por eso, mal que bien, lo conservo. 






viernes, septiembre 07, 2012

Sobre bordar un pañuelo


…No tornaràs mai més, però perdures 
en les coses i en mi de tal manera 
que em costa imaginar-te absent per sempre.

Miquel Martí i Pol


Yo elegí bordar un nombre entre muchos otros o el nombre me eligió a mí por dos características: “estudiante de sociología” y “murió haciendo una pinta por la paz”. “Suri” le decían a este chavo cuyo nombre he traído paseando en mi bolsa.  José Fidencio, se llamaba. Cuando tracé las letras con lápiz sobre el pañuelo, Cordelia me contó que murió a causa de una bala perdida mientras hacía su servicio social. 

Me decidí por una puntada sencilla, las manualidades no son lo mío. Las primeras puntadas fueron compartidas, hablando de la situación en México frente al Zoo de Barcelona y sabiendo que nuestro gesto simbólico también era para nosotros mismos una reflexión sobre el aquí y el allá y la muerte. Tanta muerte inocente. Tanta rabia por ello.

Me llevé al pañuelo de José Fidencio a tomar unas cervezas con Nuria,  también paseó por el metro y me acompañó a comprar el pan. Cada vez que retomaba el bordado pensaba en él, pero puntada tras puntada los pensamientos se iban transformando. Pensaba, por ejemplo, en que “Suri” podía ser cualquiera de mis compañeros de Sociología. Pero también pensaba en el bordado y la perspectiva de género. En las labores del hogar. En que la madre Gertrudis me había enseñado a bordar hace más de veinte años. En que estaba desperdiciando mucho hilo y la misma monja nos había contado que una santa pasó mucho tiempo comiendo en el purgatorio los hilos que había desperdiciado. En la concepción del pecado en el mundo contemporáneo. En si debía sentirme o no culpable de lo que según ciertas normas podía ser un pecado. En el nombre civil del pecado. En los pecados de José Fidencio.  En cómo juzgaría José Fidencio las confesiones entre Nuria y yo. En si se reiría de nosotras o apoyaría nuestras teorías. En si José estaría enamorado y cómo y de quién. En qué injusta manera de morir.

A veces le hablaba al “Suri”: “Mira, José, te estoy bordando en catalán porque creo que te gustaría estar en otras lenguas y si pudieras, dirías que estuviste en Barcelona.  Cuento tu historia en catalán para que otros la sientan cercana. Mira, José, ya me di cuenta que la inercia del castellano me hizo cometer una falta de ortografía pero ahorita la arreglamos porque todo tiene arreglo menos tu muerte y entonces yo ya no sé por qué te hablo si sólo puedo llenarte de hilos”.

Fueron muchos los ciclos de pensamiento a la hora de bordar el pañuelo.  Ha sido un duelo, pero también un constante monólogo interior que termina casi siempre en el dolor.  Entonces dejaba el pañuelo y me venía a Internet a perder el tiempo y a ver otras historias de gente que sigue viva y otras tantas de gente que ha muerto.  En el ocio internáutico busqué a José Francisco García Neri y el Google me devolvió su imagen. “Cara de buena onda”, pensé.  Y lo imaginé codo a codo en la misma clase pasándonos fotocopias de Weber o cambiando el mundo en una cafetería. Cosas de sociólogos.

Me tardé mucho en terminar el pañuelo. Además de torpe soy inconstante. Un amigo que murió hace poco me dijo varias veces: “si te dedicaras a lo tuyo de manera consistente, serías un genio” se equivocaba el pobre, pero ya qué, no podrá ser desmentido. Vuelvo a pensar en la muerte.

Espero que no me sea tomada en cuenta la irregularidad del trazo, el horrible terminado que evidencia mi impericia, las letras dispares, la calidad del hilo, las reflexiones absurdas y la tardanza. Aquí está el pañuelo. Aquí está José para que no se nos olvide su nombre, su historia y su vida truncada.