sábado, febrero 26, 2005

Emir Kusturica and The No Smoking Orchestra (El concierto narrado desde el fondo de mi ombligo)

Ilusamente llegamos temprano para "elegir buena mesa" pero todo era un plano con una exclusiva zona VIP o HDP. Por el precio del boleto, supusimos que sería como cualquier concierto en el Salón 21, pero está visto que a estos cabrones les vale un pito la organización mientras puedan llenarse sus infladísimos bolsillos.
Cuando vi el terreno, lo primero que hice fue lamentar mis botas de tacón y mi falda. Como me visualizaba sentada martini en mano, más lamenté mi disonancia que al final no fue tanta porque éramos una horda de crédulos encopetados jurando que habría mesas. Y empezó la socialización de la noche con ese comentario repartido y repetido con mis maestras de sociología, con diversos representantes generacionales de la FCPyS, con gente de la Septién, con músicos de los varios grupos que transitaron por aquellos ya nostálgicos conciertos (snif!) que con tantas ganas organicé. Todos sin excepción me preguntaron: "¿Y ahora qué estás haciendo?" Y yo alternadamente y dependiendo de quién hiciera la pregunta, respondía:
a) soy asesora en una consultora, b) nada, c) el miércoles me voy a España.
Y seguí por ahí en la pasarela de mi ansiado rencuentro con la médula de mi chilanguismo, mientras el grupo telonero tocaba. Ni fú ni fá. No recuerdo ni su nombre.
Desde que se plantó en el escenario, la No Smoking Orchestra, lo hizo rotundamente. Ningún músico se perdía detrás de los otros, y el más discreto era el mismo Emir a quien yo no podía dejar de ver con la boca abierta y con corazones brotando de mis ojos.
Gracias a que en este país, sólo el 30% de la población mide más que yo, y al plus de mis tacones, tuve una visibilidad bastante envidiada por muchos, sobre todo por la pigmea anoréxica de junto que pisó mi abrigo veinte veces y se quejaba en voz alta porque no veía. Y es que sí, hay que oírlos, pero también hay que verlos más allá del vocalista que a menudo se pasa de clown sobrado de energía.
Cuando empezaron con la típica de Underground, me acordé de esa mudanza de Polanco a Contreras que finalizó cuando le regalé a Rodrigo el cassette del soundtrack que escuchamos durante todo el trayecto. Eran días felices a bordo del bocho rojo. Y fue pensar bocho rojo, voltear la mirada y encontrarme al bajista con quien tuve proverbial encuentro a bordo de ese automóvil. Sonrisa y guiño de ojos y de nuevo, vuelta la mirada de ambos al escenario, porque ya lo pasado pasado y más si viene con su histórica novia; la misma de aquellos años de escarabajos colorados y besos suspendidos en el último acorde.
El concierto fue transcurriendo maravillosamente. Nunca decayó ni hubo esas lagunas de dispersión. Ni en el público, ni en la banda. Mis pies pedían clemencia y mi estómago más, pues ya albergaba dos chelas y sólo tenía una camita de mañaneros chocokrispis.
Pero yo seguía feliz, bailando cual oso -al son de esa música, créanme, si parecía un oso de circo-, observando las graciosadas del violinista que se cambiaba de ropa mientras seguía tocando, o que hacía sonar su violín contra un arco gigante sostenido por dos voluntarias del público.
"Chat blanc chat noir", sensacional. Y lo nuevo de "Life is a miracle" también suena bien y ya muero por ver la película.
A la salida me encontré con el buen Massimo, que iba solo y no sé porqué no le dije que se uniera a nuestro plan futuro que consistió en ir a la Condesa a comernos unos tacos y en buscar, junto con otros diez extraviados más, una fiesta inexistente en una casa inexistente ubicada en el limbo de Sonora 10.
Los tacos de bistec se aderezaron con salsa verde y comentarios elogiosos al concierto, que aunque imprevisiblemente de pie, fue genial.
Alguna vez escribí que la música era el hilo conductor de mis historias e historietas. Quizá no hubiera recordado esta frase si mi maestro Luc no la hubiese elogiado con tanto afán. Y qué bueno recordarla, porque es tan cierta como el bocho rojo, como el bajista bajito con quien caí bajo, como mirar una buena película y suspirarla toda la tarde, como volver mentalmente a mis años en la universidad, como el cassette comprado afuera del metro CU y regalado con un cariño irrepetible... y ver que el tiempo ha pasado a ritmo de Unza Unza.

jueves, febrero 17, 2005

Salón de belleza Elo

Cuando la vida misma vale un cacahuate, uno se deja guiar como manso cordero. Dijo mi mamá que cuánta orzuela tengo. Que urge que me la quite y yo que no tengo fuerzas para chistar, simplemente asentí y puse mi cabeza para que me coloquen el collar y me lleven a pasear. Y así fue como llegué a Salón de Belleza Elo. La antesala de la muerte.
Por fuera parece un salón de belleza común y corriente. A decir verdad, más corriente que común con sus cortinillas beige y los anuncios de los servicios que prestan hechos sobre cartulina rosa con letras de plantilla: Permanentes Manicure Cortes Depilados.
Muchos sábados esperé ahí afuera a mi abuela que religiosamente iba con Elo a que le hicieran su proverbial peinado de algodón de feria que después sería plagiado por Matt Groenning para la mismísima Marge. Cuando mi abuela subía con gran dificultad al coche, además del olor de su Fancy Full plata, traía alguna historia siniestra: Fulanita se rompió la cadera. Se murió el marido de Sutana. La señora que vivía en la calle tal, esquina con cual, falleció la semana pasada. Rulos, tanatología y chismografía sobre la muerte.
Y yo, con esta depresión a cuestas, fui a caer justo ahí; al salón del barrio en donde las estilistas son una mezcla de peinadoras con enfermeras atrapadas en los ochenta. Con minúsculas tijeritas y enorme paciencia la señorita Equis iba quitando la orzuela de mi jodida cabellera mientras a un lado una viejita casi pelona se teñía los tres pelos y se quejaba porque el cráneo le había quedado café. Del otro lado, a otra anciana le hacían crepé y más crepé para ir tapando la calva estratégicamente. A mis pies dos canastas enormes de plástico albergaban cientos de tubos de todos tamaños y colores.
Y yo pensé que ya me podía ir, pero no. Doña Elo atiende personalmente a cada clienta y aún me faltaba el despunte hecho por ella misma y cómo no, si soy la nieta de otra de sus ex clientas (aclaro que son ex clientas no porque cambien de salón sino porque cambian de mundo), una de las más queridas y chismosas.
Y al final, hasta me sentí culpable de sentirme a gusto. No sé si era el recuerdo de mi abuela o si de plano me encantan las situaciones terminales o si el aire kitsch circundante acabó por devorarme completa.
-¿Te peino?- me dijo Elodia.
Y ahí me cayó el veinte. Y dije que no, que así estaba bien. No quería correr el riesgo de salir como Patty y Selma y entonces sí seguir fundida en esta abulia con el look completo.
Y regresé a casa, caminando con el pelo mojado y la sonrisa irónica de quien sale triunfante del valle de las momias.

viernes, febrero 11, 2005

La vida es sueño

Y ahí en la pared, un mapa. Un mapa vudú alfilereado con muchos papelitos que decían varios nombres. Pensé que conquistarías al mundo, pero resultó que ahora eras misionero y yo tranquila me decía que benditoseadios, mal que bien, había hecho una obra de caridad al no reclamarte la guitarra que jamás me devolviste. Y tú me decías que la usabas para cantar con los niños. Y yo te pensaba en un "We are the world, we are the children"
Y de pronto tú eras bueno.
Y de pronto yo también.
Y nos abrazábamos como en película musical. Sin morbo, sin amor, con mucha esperanza.
Sabía que no te volvería a ver pero ambos teníamos la vida resuelta y quedábamos en intercambiar cartitas.
Y así, con este sueño estúpido, me olvido de saldar esa cuenta pendiente.
De paso, me dejo de torturar con mi obsesión de flor del campo: "A mi me gusta terminar las cosaaas bieeeeen. A mí me gusta tener un buen recuerdo de la gente y que la gente me recuerde bieeeeen"
Como tú bien dijiste:
"El tiempo no obliga a la osmosis, ni a adornar recuerditos, ni a hacer concesiones"
Y estoy de acuerdo. Ni un ápice he adornado las llagas.
Pero los sueños, sueños son y daré por vivido lo soñado. Ya lo dijo Calderón de la Mierda: La vida es una barca y a mí no me va a hacer agua.
Y se acabó.
Neeeeeeeeext.

lunes, febrero 07, 2005

No sé porqué me acuerdo de estas cosas

Haciendo cuentas, tenía menos de ocho años cuando vivía en un edificio de Avenida Universidad.
Recuerdo que enfrente vivían unas niñas un poco más grandes que yo. Su mamá las iba a ver de vez en cuando y pasaban todo el tiempo con su abuela que les pegaba con el sartén. Arriba vivía una niña de mi edad, pero al parecer sus papás y los míos tenían problemas con los coches en el estacionamiento, además se ponía los tacones de su mamá y hacía un ruido que a la mía le ponía de pésimo humor.
En el segudo piso, que era el de abajo del nuestro, vivía Rodrigo. Era más pequeño que yo, pero me encantaba ir a su casa. Primero, porque siempre olía a Suavitel y segundo porque sus juguetes me parecían mucho más interesantes que los míos. Tenía el Hulk relleno de melaza y una vaca que podías ordeñar. Pero lo que más recuerdo, es aquel día que dejando toda su parafernalia juguetera, le pedí que jugáramos al circo y caminamos por el pretil de la ventana hasta que nos descubrió su madre. Toda la culpa era mía, porque yo fui la de la idea y porque era mayor. Me regañaron muchísimo ese día.
Desde entonces estoy obsesionada con los circos, con las ventanas y con el miedo a caer.

jueves, febrero 03, 2005

Sábanas en invierno

Lo siento, tuve que hacerlo. Desnudé la cama para que se muriera de vergüenza y dejara de gritar a los cuatro vientos mi soledad.
No pude esperar a que las sábanas se secaran. Las puse ahí y con su azul de hospital me cubrieron el atardecer. En venganza las dejé absorbiendo el día triste con su pesada estela de suavizante. Y yo me fui porque esta casa se encoge justo a esta hora y debo elegir entre asfixiarme emparedada o bajar al centro y recoger los pedazos de mi rutina rota.
Me fui. Y no encontré las piezas que me hacían falta. Mi balcón que mira a la plaza ya no es mío y lo peor será ver caer desde ahí los sueños que construí.
Volví a casa cuando supuse que la asfixia me provocaría menos dolor y amordacé la cama con las sábanas verdes que son las que más odio. Es que si pongo las blancas me seducirán con su reflejo y me recordarán que no hay suficientes motivos para despertar. Fui espectadora del desfile que se llevó lo que más amaba. Ahora todo se ha ido y mis manos vacías intentan atrapar en el aire porciones de nada para construir un futuro a ciegas.

martes, febrero 01, 2005

Comicomedia en tres actos

Contricción colegiala
La única forma de reconciliarme con esta ciudad, es rascándole las tripas. Especialmente esta tripa verde que me regala la ilusión de no haber crecido: El mismo queso de Oaxaca en su cabeza. La misma mano que extiende La Jornada. La misma secreteria bonita. El mismo olor a tinta de periódico amarillo. Pensaría que viajé en el tiempo de no ser porque la vida es una putada y porque mis jeans han crecido dos tallas.
Amores y otros bichos
Creo que toda mi vida confundí el amor con la gastritis. Debe ser culpa de las mariposas que dejan restos de polvillo en el tracto digestivo. En algún momento pensé (aunque no muy ciegamente) que el amor era una carita azul o un cristal punzando mis riñones al jerez. Ahora sé que la gastritis se cura con Primperan y que el amor es una letra horrenda profanando al Quijote en su IV centenario.
Lawrence de Arabia
Otra vez el desierto y mi piel erizada de dunas. He ido a comprar un camello y sólo me dieron veinte cigarros. Extraño fumar a medias, ahora tendré que consumir completa la añoranza y resucitar al grillo que vive en mi garganta. La arena no se queja, se moldea anatómicamente a mi único cuerpo. Hace frío.