domingo, mayo 26, 2013

De gabardinas y pudores

Esta carta es la respuesta a esta otra: Ridículo 

Mi querida Posmonauta A:

Pues fíjate que por mi escuela de monjas sí rondaba el típico exhibicionista de gabardina.  Al principio pensé que era una leyenda urbana pero creo que incluso se habló de él en una reunión de padres de familia.   Siempre deseé encontrármelo por el morbo, claro, y porque  tenía lista la respuesta para la ridiculización. Por supuesto, nunca me lo encontré.  Años después, volviendo de la Facultad me topé con otro exhibicionista que desde su coche preguntaba una dirección y cuando me acerco, zaz...  Como no lo esperaba, porque ni él llevaba gabardina ni yo andaba ya a la caza de exhibicionistas, no tenía la respuesta ridiculizadora a punto.  Ni siquiera me acuerdo de cómo reaccioné pero seguro no fue de una manera creativa o decidida. Siempre me lamento cuando no tengo la respuesta. Ya sabes l'esprit de l'escalier. Y es que tener una respuesta a tiempo y bien encajada, es una pequeña victoria. A lo mejor es por eso que me tardé un poco en responderte: no sabía por dónde acometer tu carta sin seguir dándole vueltas ridículamente al tema del ridículo y en cambio, sí, para ir tocando otros temas más interesantes que planteas.

 Yo no estoy tan segura de que nos haga falta un abandono a lo J.K. Rowling, una necesidad material para escribir. Trabajamos todo el día, todos los días, con palabras. Más que con palabras (también lo haría un pintor de rótulos), con ideas que tenemos que transformar en palabras. En mi caso, decidí que las ciencias sociales era un terreno cómodo, un medio camino. Hace poco escribí en un correo que si había tomado la vía de la antropología para explicarme el mundo, era simplemente por cobarde. No dije más y tampoco me pidieron más explicaciones.  Cuando lo decidí no lo hice pensando en que las ciencias sociales me permitirían agarrarme a la escritura sin dejarme llevar por el valiente impulso de la escritura creativa, sin embargo, es así. 

Te transcribo unas líneas de G. Josipovici en Moo Pak, un libro que acabo de leer y que me pareció genial:

A veces pienso, dijo, que mi papel consiste en mostrar qué pasa cuando se tiene la necesidad de escribir pero no el talento ni la formación ni la experiencia, cuando falta la habilidad pero la necesidad no se apacigua. Porque al fin y al cabo eso es interesante por sí mismo y no hay duda de que es una situación que, si bien no es general y universal, al menos no es una característica únicamente mía. Si no, no habría tanta manía por las clases de escritura creativa, los certámenes poéticos, las cursos veraniegos de escritura y todo lo demás. Pero nadie ha abordado esta situación, dijo, todo el que participa en este tipo de actividades se imagina que hará la transición de no-escritor a escritor de una manera fluida y natural. Ninguno se ha parado a pensar qué significa en el mundo de hoy en día no tener talento y en cambio sentir la punzada de la necesidad. Al fin y al cabo, el criterio para evaluar una obra de arte es que ha de ser bien hecha y bien acabada y del todo separada de sus orígenes confusos y demasiado humanos.
El libro en cuestión.  Lo leí en catalán pero también está en español

Cuando leí ese párrafo lo suscribí porque ese limbo de no-escritor en vías de..., contiene una dosis de angustia pero también otra mayor de comodidad y porque yo sí he pasado por talleres con mayor o menor fortuna. Sobre todo lo suscribo porque al final, si la obra de arte ha de estar bien hecha, ya no cabe duda de que se está escribiendo en serio.  La cosa es que en la dispersión y tal, no soy capaz de concretar demasiadas cosas que tengan que ver con lo estrictamente literario.  En cambio siempre acabo resolviendo, acuciada por el deber, los ensayos, artículos o avances que se me van poniendo en el camino académico. Es como si el "deber ser" se manifestara ahí y yo misma no tomara en serio mis propias letras.  Un día mi mamá me dijo: "Ya deja de estudiar tanta cosa y ponte a escribir, que eso es lo tuyo". Pero lo "mío" me da mucho miedo. Por el ridículo, sí, pero también por descubrir de manera definitiva que es una necedad, que acabaré escribiendo para que mis amistades digan "ay qué bonito" de la misma forma en que se lo dicen a las viejas que tejen compulsivamente carpetitas de crochet, que mostraré las miserias que esconde la gabardina y no lograré sorprender a nadie porque solo hay un cuerpo, como el de tantos otros, o incluso peor.

Y bueno, sí, sí tengo gabardina,de hecho tengo dos porque me encantan.  Una negra y una beige. Me gustan porque ocultan pero sugieren. Así que ya con gabardinas, armémonos de valor y salgamos a pasear.  Si nos llueve, al menos podremos sentir que vamos protegidas. Si no nos llueve, no importa, forma parte del uniforme posmonauta, las razones ya han quedado claras en tu carta y en esta.

Te mando muchos besos,

Posmonauta B.


sábado, mayo 11, 2013

Primera carta posmonauta


Esta carta es parte de un intercambio epistolar que pretendemos hacer A y yo.  Ella responderá en su blog y y yo seguiré, obviamente, en este. Nos cansamos de los 140 caracteres del twitter y de las fotos de gatitos del facebook así que regresamos a nuestros principios cibernautas: el blog.  No sabemos cuánto nos durará el juego ni cuánto tardaremos en responder. Las posmonautas, somos impredecibles, dispersas e inciertas pero muy bien intencionadas.

Querida Posmonauta A:

Empiezo aquí nuestro ejercicio e-pistolar a cielo abierto. El intercambio de cartas me parece una de las cosas egoístas más bonitas que existen: el que escribe se queda muy a gusto despachando las ideas que tenía en la cabeza y el que lee se siente satisfecho de saber que alguien escribió pensando en él. Si además le añadimos el fascinante ingrediente del voyerismo, ya tenemos un buen coctel ¿A quién no le gusta fisgonear en las conversaciones ajenas? A mí sí. Y releer las conversaciones propias, también.

No es la primera vez que me embarco en un ejercicio epistolar aunque sí es la primera vez que las cartas van sin sobre para que las lea cualquiera. Bueno, también tiene que ver con que las otras misivas contenían en mayor o menor medida, algún ingrediente romántico-sentimentaloide y ya lo decía Pessoa: “La verdad es que hoy mis recuerdos/ de esas cartas de amor/sí que son/ ridículos”

Últimamente he estado pensando en el tema del ridículo. El ridículo propio, obvio, pero también en lo ridículo como concepto. Hace un par de días veía por el enorme ventanal de una cafetería, una esquina de Barcelona que siempre me ha parecido muy hermosa. En el centro de la escena había una mujer también hermosa, vestida hermosamente que hablaba por teléfono y sonreía con su dentadura hermosa. Una postal. Un anuncio de centro comercial. Pensé en que esa mujer jamás podría hacer el ridículo ¡Era tan perfecta! Imaginé que si un pájaro la cagaba, ella sonreiría al cielo y se limpiaría su blusa impecable sin dejar rastro. Imaginé que si se caía, llegaría un hombre guapísimo a rescatarla y se irían juntos por ahí. Parece que hay gente a salvo del absurdo y no sólo porque aparenten perfección sino porque saben esquivarlo con gran habilidad. Pero el verdadero ridículo más allá del incidente vergonzoso es ese que queda cuando, después del hecho en sí, todo lo demás se disipa, incluso la dignidad. Esta pérdida de la dignidad va desde caerse despatarrada y enseñar los calzones, hasta humillarse de formas absurdas cuando queremos llamar la atención de alguien sin éxito alguno. Miramos atrás y es entonces cuando sentimos el peso del ridículo.

Pese a todo, lo ridículo es profundamente humano. Nunca he visto a una cebra haciendo el ridículo y unas flores no son ridículas de por sí en su ambiente natural.  Pueden ser toscas en un adorno que ha pasado por la mano humana o puede un perro ser grotesco gracias a su dueño.  El sentido del ridículo, por lo tanto, es relativo: puede que algo a ti no te parezca ridículo pero a mí sí. La cuestión es que creo que antes no tenía tan desarrollado el sentido del ridículo ¿Será la edad?  Siempre me ha jactado de saber reírme de mi misma ¿Será que estoy perdiendo el sentido del humor?

Será, tal vez, que los ridículos que me importan ya no tienen que ver con cantar a gritos en una borrachera o con montar escenas de celos, sino con esa sensación de perder crédito, de que lo que antes consideraba maravilloso ahora es irrisorio, de que tal vez madurar tenga que ver con tomarme más en serio, con exhibirme menos, con dejar de insistir en aquellas cosas que pueden volverse un adefesio en cualquier momento por un juicio propio o ajeno.

Mi miedo al ridículo tiene que ver sobre todo, con el tema de la escritura. Ya no me perdono cosas que antes sí y siento que mis textos se desploman espantosamente (a lo mejor esta misma carta es un testimonio de ello pero me excusaré diciendo que es un ejercicio de pura divagación en modo casi automático). El ridículo es bien doloroso y, por idiota que parezca, a veces prefiero no escribir algunas cosas solo para ahorrarme esa sensación tan chocante. Además de ridícula, me azoto.

En un mensaje me decías algo de la vergüenza. Creo que está bastante emparentado el tema aunque a la vergüenza la encuentro un poco más decorosa que al ridículo ¿Tú qué piensas?

Estas reflexiones sobre lo ridículo tienen que ver, en menor grado, con otro suceso que no te voy a explicar ahora pero que ya te contaré cuando nos toque café o cerveza y M y S se hayan dormido después de comer su pizza.  No es cuestión tampoco de orearlo todo ¡Qué vergüenza! Solo te puedo decir que tangencialmente también tiene que ver con las palabras. A lo mejor por eso se reforzó la obsesión... en fin...

Ojalá esta carta sea la primera de muchas, muchas.

Besos y cariños,

Posmonauta B.