miércoles, abril 06, 2005

Compañeros de viaje
Los aviones me ponen de pésimo humor. No me dan miedo, me dan rabia.
Debe ser porque siempre me tocan compañeros de asiento muy freaks. O que la freak soy yo y por eso nos amontonan a todos junto al ala. Casi siempre que voy en avión, voy sola. No sé si porque el destino se busca y se encuentra a solas, o porque casi siempre estoy sola por lo tanto la solitud coincide también con el subirse al avión.
El caso es que sólo una vez conocí a alguien normal en un avión. Se llamaba Bernardette y venía a estudiar a la ENAH. Fuera de ese caso, tenemos los siguientes ejemplos.
De Chile a México el avión venía lleno a tope. Mi compañero de asiento me pregunta que si soy chilena o mexicana. Respondo. Responde que él es chileno pero que lleva viviendo muchos años en México. Por lo de Allende, dijo. Y antes de que yo entonara la Internacional, me dijo que su padre los trajo a México porque no quería vivir en un país dirigido por un rojo y que desgraciadamente no habían podido volver cuando Pinochet tomó el poder. Ah, contesté yo. Él añadió que venía con su esposa pero les habían tocado asientos separados. Miro a la esposa sentada junto a una niña pequeña y pienso rápidamente: Fascista o llantos fascista o llantos fa... llantos. Cambio de asiento y mi intoleracia fue premiada con una niña angelical que sólo sonreía y no lloró jamás.
Otra vez me tocó con una mujer que llevaba una bolsa llena de tupperwares con comida porque la del avión era muy mala. Hablaba a gritos y cantaba. Pero esa vez no iba sola, creo que también estaba Claudia.
Dos autistas. Primero la monja niña o niña monja que se pasó todo el viaje rezando, no quiso comer nada, le sudaban las manos todo el tiempo y sólo me pidió ayuda para que le ayudara a llenar la ficha de migración y ahí me enteré que su destino final era Roma. Otro autista, el chico de la UAM -lo supe porque traía su reloj de la UAM, su libreta de la UAM y definitivamente, un look muy uamero-, miraba por encima del hombro las revistas que yo leía y las dos veces que quise sacarle plática, respondió con monosílabos. Cuando aterriza el avión y ve que empiezo a bajar mis cosas, me dice que es una lástima que no podamos continuar el viaje juntos. Que él va a Madrid. No entendí.
Por último, y para rematar con este penoso regreso, me tocó junto a un matrimonio polaco que se la pasó repasando guías y guías turísticas de Meksik y según ellos aprendiendo español. Entonces una le preguntaba al otro discoulpe, qui lora teine? y respondía él son las cuarto y cuarto. Y así, todo el camino acariciándose bajo la roñosa mantita y recargando la corpulencia de ambos en mi corpulencia. Primero pensé que insinuaban un menage a trois, después me dí cuenta que no había forma de acomodar tres semejantes volúmenes en tan reducido espacio. El problema es que como ellos eran dos y yo me sentía la afortunada poseedora del pasillo, pues recargaban todo su peso en mí. Pasé mucho tiempo de pie tomando jugos de naranja y agua y espiando a la primera clase. Todo con tal de no seguir sentada y apretujada por dos polacos. Pero pa' freaks, la pareja que venía delante de mí. Él era alemán y ella mexicana, ambos con un aspecto muy fresa y muy de mundo; y yo no sé si dios los cría y ellos se juntan o si ella le contagió aquello de "a la gorra ni quien le corra" o él la reeducó según los cánones de austeridad de la posguerra. El caso es que todo querían. Pidieron juguetes a la aeromoza aunque no llevaran niños. Rellenaron sus vasos de vino una y otra vez, pero además pedían cerveza que iban guardando en sus bolsos. Pidieron extra de pan y de queso. Se llevaron las mantitas (yo también lo hago pero estas estaban a medio camino entre una jerga y un trapo de cocina), los cubiertos e incluso le dijeron a su vecino de asiento que si no se iba a comer el queso, se los diera. En fin, gorrones profesionales y sin vergüenza alguna.
El caso es que no tengo suerte con los vecinos de asiento y a veces duermo sin control -pastillas mediante- y otras me pongo a fisgonear y a leer para aminorar el jet lag. Así fue como leí Llamadas telefónicas de Roberto Bolaño. Lo recomiendo ampliamente, supongo que será mejor leerlo de nuevo en tierra firme. Tal como estoy ahora. En tierra firme y propia.


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