viernes, abril 10, 2009

Las palabras que no debo decir

Quizá me vendría bien un castigo inmisericorde como los que ponían algunas monjas cabronas: cien veces la palabra en la que la ortografía te falló y mil veces la frase que te recuerde que debes permanecer callada, atenta y solícita en clase.
Quizá debí seguir por esa senda educativa conductista y religiosa en donde las culpas pueden expiarse a través de planas y planas que remarquen el error para que nunca olvides que, o se habla bien y bonito, o mejor no se habla.
Es que calladita te ves más bonita, me gusta cuando callas porque estás como ausente y en boca cerrada no entran moscas. Trilogía que tendría que haber escrito a tutiplén para recordar que un candadito nos vamos a poner...
Yo tenía que haber sido callada y bonita y haber mantenido la ortodoncia para no tener estos dientes chuecos entre los que se cuelan las mocas. Yo tenía que haber sido piadosa, amable, discreta y formal; pero soy la Linda Blair de las palabras, salpico todo, lo mancho todo y no hay exorcismo que valga para hacerme callar.
En teoría, tendría que lamentarlo de verdad pero resulta que me alegro muchísimo de que esa baba verde fluya al exterior. Soy lo suficientemente cínica como darme golpes de pecho mientras doy puñaladas por la espalda (¡argh!, qué metáfora tan contorsionista). Por lo menos tengo la certeza de que no estoy podrida por dentro y de que tengo un repertorio tan amplio que no hace falta repetir cien o mil veces lo mismo: poseo el suficiente ingenio para regurgitar viscosidades nuevas día tras día.

No hay comentarios.: