martes, junio 14, 2005

Ahora sí que odio los domingos

No sé a cuantas revoluciones giren los domingos, pero se me acabó el paso lento y nostálgico de la resaca y el arrepentimiento. Maldita la hora en que moví la palanquita del tocadiscos.
El domingo era mi día favorito para escribir y para estar triste. Como me dijo Simón el jueves: "Pareciera que en Londres ser triste no es malo" Pues así mismo me ocurría los domingos: Ser triste no era malo. Un domingo triste no era de lamentar sino de contemplar y de exprimir. Un domingo era como mi Londres con niebla, con río y con vientos de abajo.
Se me acabaron los domingos fértiles de saudades. Ahora tengo que salir corriendo a la regadera antes de que lleguen todos a la comida familiar y a voltear mi domingo de cabeza. Cuando vivía sola, los domingos casi no comía. Ahora me atasco los huecos literarios con pedazos de chicharrón. Los domingos fumaba y divagaba. Ahora fumo Camel y soy un erizo.
Y me gustaría decir que los domingos son lo único que extraño. Pero mentiría porque extraño los árboles, los fuegos artificiales de los pueblos aledaños, la visita inesperada de la media tarde o de entrada la noche. Echo de menos los ventanales, la montaña y la chispa que saltaba poco antes de las ocho y que me ponía a teclear para robarle las últimas horas a la semana.
Ahora no sé ni en qué día vivo. Sólo sé cuando es domingo porque tengo que cerrar mi cuarto para fingir una privacidad que ya no existe. Lo que más extraño de los domingos es a mí. Casi ya no me tengo y me diluyo en las charlas pueriles para olvidar que hubo un tiempo en que odiaba los domingos porque casi los amaba.

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