martes, noviembre 16, 2010

Random

Llevo días escribiendo y leyendo sobre los demás (creo que de eso se trata la antropología). Para volver en mí y a mí se me ocurrió este pequeño ejercicio que consiste en darle random a la selección musical y escribir lo que fuera en el lapso que dura una canción. Como tenía el blog abandonado, pues se me ocurrió subirlo. Espero que esto aleje a los ángeles del deber ser y me regrese a los demonios del ser.


Monkey gone to heaven
Siempre me he limpiado con coca cola el residuo que queda en los labios. Siempre y antes del antes que voy hilvanando como banderitas tibetanas colgando de la ventana que da para mí misma. Uno no puede limpiar la carpeta de “mis documentos” sin analizar vidas pasadas. Y escrito esto, he encendido el disco duro externo porque me ha entrado un miedo profundo de perderlo todo, de no reencarnar jamás esta información en una buena memoria USB. De tener que volverme una “Memento” de los post-it porque de tatuarme, ni hablar. No me alcanzaría el cuerpo, pese a ser grande y bastante, para escribirme todo lo que me dije antes del antes.

Cuando Juanico y Chan Chan…
Le tengo cierto afecto a las cosas que a veces me permito, a los paréntesis que albergan otros paréntesis como matriushkas matricidas.
Le tengo un cierto cariño cierto a las verdes llanuras en las que no habito, a los jacuzzis que no albergaron mi trasero, a las secuelas infinitas del desahucio.
Hay cierta propensión al delirio, a la vuelta en U, a ser mal ciudadano, a que mis apariencias engañen, a que mis parentescos renieguen, a que se me rompa una uña mientras me baila un trompo en el orgullo.
Hay delirios que penden de la lámpara, delirios de ocho patas, delirios con afecto que nombro con un tono afectado después de 3 gintonics.
Quiero una mazmorra decorada a la última moda. Quiero un plato de perro de diseño para que me arrojen las esquinas de muchas estrellas Michelín. Quiero un vagón piano bar para que toquen los fabulosos Baker Boys. Quiero una tele de 900 pulgadas para ver como sube y baja mi pecho mientras el sorround me devuelve la inconstancia pulmonar de mis vicios.


The Passenger
Yo tengo (tuve, tenía) un bisabuelo maquinista. Siempre me ha gustado esa idea. Algo tienen los trenes que no me agotan. No son como los aviones, esos globos hinchados de respiraciones recicladas; ni como los coches con su autosuficiencia individualista de patas cortas. Hoy subí a un tren de cercanías y pese a su cotidianidad no me resulta ni cercano al metro. El tren es el tren y yo mil veces imaginé a mi bisabuelo con su cara de Porfirio Díaz haciendo sonar el silbato. Yo nunca tuve o he tenido un tren de juguete. Me parecía un artefacto para los niños de las películas navideñas pero no para mí. Nunca se me ocurrió tener nada que se alejara de los juguetes dedicados al arquetipo de mi género. Pese a eso, no soy muy mujer, sólo mujeruca a medias con resabios de un hermano que mis hermanas nunca tuvieron o han tenido.

lunes, octubre 25, 2010

Aguas quietas

Las aguas mentales reposan o se estacan. No lo sé. Lo segundo huele a podrido y no es así. En todo caso queda más lírica la quietud aunque no sea del todo precisa.
Y aquí viene la cita de Lévinas pero no la tengo a mano y odio las paráfrasis imperfectas. También odio buscar un texto que no sé en dónde dejé.
No quiero levantarme del asiento y no quiero pensar mucho.
Estoy cansada y me gustaría tener otras piernas más ágiles. Me gustan mis piernas de la rodilla hacia abajo. Aceptaría un trueque frankesteniano en las piernas y en la cabeza. En los ojos no porque por fin han vuelto a su forma original y las ojeras bajo ellos son bolsillos con monedas y no bolsas marsupiales.
Me gustaría también un recambio magodeozano. Yo también busco valor y otras cosas de colores pero hasta ahora sólo he obtenido un spam en mi buzón prometiéndome salud plena. Creo más en la literatura que en las aseguradoras.
Estoy cansada pensando estas cosas y tirada panza arriba en mi laguito mental.

martes, octubre 12, 2010

Luz de luciérnagas de Edson Lechuga (Los libros dedicados II)

“Porque la palabra ida se parece mucho a la palabra huida;
será porque irse es huirse en miniatura, a pequeña escala.”
Edson Lechuga, Luz de luciérnagas 




Cuando por fin tuve Luz de luciérnagas en mis manos, tuve que posponer su lectura porque me encontraba con otros textos que aunque muy placenteros, eran de carácter laboral, es decir, con etiqueta de urgente. Así que Luz de luciérnagas se quedó reposando en una mesa del DF. Pasaron unos días y caminando entre el queso de Oaxaca, la bisutería variada, los mangos maduros y los chiles secos a granel del mercado de mi colonia, compré por cinco pesos El otoño recorre las islas de José Carlos Becerra.  Tampoco lo iba a poder leer (releer), así que lo puse en la pila de libros justo encima del libro de Edson.
            Volví a Barcelona y  a los pocos días empecé a leer Luz de luciérnagas con esa sensación deslocalizada en donde el cuerpo está de este lado reconociendo rutinas mientras la mente sigue allá jugando al hubiera.  Mi estado de ánimo era  propicio para esta historia en donde el personaje, el autor y yo compartimos los mismos escenarios (Barcelona – Ciudad de México).  En el terreno sentimental, literaturas aparte, eso pega.
            La historia la protagoniza Germán Canseco (curiosa la coincidencia con el fotógrafo de Proceso), residente en Barcelona que tiene una cuenta pendiente consigo mismo desde el 85.  De una forma nada artificial ni efectista, de pronto estamos con Germán en la Ciudad de México recorriendo calles, mirando ventanas, oliendo fondas, hasta que ocurre lo que cualquier chilango sabe adivinar cuando alguien dice “ochenta-y-cinco”: el terremoto del que algunos guardamos recuerdos deshilvanados y otros guardan vivencias que engendran reflexiones que engendran desesperaciones que engendran una trama como la de Germán en donde hay varias formas de morir cuando todo alrededor es muerte.
            Germán acude de manera permanente a esos paralelismos entre las ruinas de la ciudad y sus ruinas sentimentales, entre los hierros torcidos y su espalda destrozada, entre el gris polvoso de la ciudad y el propio polvo enquistado en sus recuerdos.  Transitar de lo íntimo a lo colectivo y de la célula conmovida a la sociedad civil organizándose, inserta a este relato en un capítulo de la historia reciente de México por el que la literatura ha pasado de puntillas como si el tema sólo diera para consignar datos y no para habitarlos. Habitar estos datos y darles vida a pesar de la muerte es el gran acierto de Edson. 
            Si no fuera porque la lógica a veces me asiste, hubiera jurado que el libro que estaba sobre Luz de luciérnagas en una mesa del DF se había volcado como un vaso de agua empapando el libro de Edson. No sólo refresca la historia, sino que le da una fuerza increíble con las referencias intertextuales tan propicias y tan bien engarzadas con la prosa poética de la que sabe servirse el autor.  Ya en el colmo de las coincidencias, resulta que la edición vieja de El otoño recorre las islas que compré en el tianguis era la misma edición que leían Alma y Germán Canseco. Lo sé por la numeración de las hojas, por la fotografía de la portada (sí, Luz de luciérnagas trae fotos) y por el año de edición.  Incluso empiezo a sospechar que era el mismo ejemplar por el tipo de manchas, los pliegues de los bordes y porque el color amarillento delata que estuvo guardado en una caja de cartón por muchos años.  Sí, quizá sea el mismo y por si las dudas, siguen juntos, lomo a lomo en mi librero.
          Luz de luciérnagas es la primera novela publicada por Edson Lechuga. Esperamos que alumbre el camino de las próximas.

jueves, septiembre 16, 2010

Siete años

Es lo que tienen las tradiciones, que una vez que se instauran resulta muy difícil romperlas nomás porque sí.
Aunque uno diga "No hay nada que celebrar" la celebración late y se escurre por algún lado, está ahí.  No me refiero al bicentenario de la Independencia de México, aunque coinciden las fechas. Supongo -porque ya no sé si así fue o si sólo me acuerdo muy a mi modo-, que ese día festivo estaba aburrida en casa, con una relación recién rota y todavía doliendo, con una resaca de los mil demonios, con una necesidad de exhibir el vómito de letras, con una conexión a Internet lenta pero efectiva, con una soledad ahí medio agazapada... supongo que por eso fue.
Hoy coincide con el primer cumpleaños que mi abuela no cumplirá y coincide con un estado de ánimo tibio, anodino, fronterizo con la tristeza pero todavía sin un pie ahí.  Por eso tengo poquitas ganas de celebrar que este blog cumple siete años.  Como soy boba y animista, pensé que no podía dejar pasar este año sin mencionarlo, sin soplar al menos un cerillo a modo de velita, sin felicitar (me) nomás por existir.
Gracias a quienes todavía pasan por aquí a pesar de las irrregularidades y la poca constancia de los últimos meses.
Gracias a los que dan click y se quedan a leer.  Más gracias todavía a los que comentan o a los que callados piensan algo.  Lo que sea.
Pues sí, siete añitos ya.  Si esto fuera un hijo y no un blog, ahora ya sabría leer.  Con suerte algún día sepa escribirse bien y bonito.  Mientras tanto que se conforme con mis letras emborronadas.

sábado, septiembre 11, 2010

De Ida y Vuelta de Iván Farías (Los libros dedicados I)

Con este texto empieza una serie de comentarios sobre libros que me han dedicado.  Me refiero a libros que me han dedicado mis amigos.  Así que voy a reseñar libros de la gente que quiero y que me quiere o me quiso, o al menos eso dejó estampado en las primeras hojas de su publicación.  Los tres primeros son libros que me regalaron en este viaje a México.  Los que siguen son libros rescatados de mi ex librero. Empiezo pues, con mi amigo Iván y su libro doblemente dedicado: en los agradecimientos impresos y después con su letra de niño de secundaria.





Definir este libro en tres palabras es bien fácil: libro de entrevistas.  Pero decir eso se queda corto por todas partes.  Primero, porque son entrevistas que unidas, ofrecen un panorama de las artes plásticas en Tlaxcala y después, porque no son entrevistas al uso.  Parecieran pequeños monólogos en donde el entrevistador se hace invisible y sólo habla el entrevistado, sin embargo no es sencillo hilar tan fino y lograr una secuencia cronológica , racional y emocional entre los desvaríos de estos artistas para trascender la anécdota y encontrar el “saber hacer” de sus respectivos trabajos.
Tengo la ventaja de que conozco a casi todos los entrevistados, de ahí que pude imaginarme más o menos cómo desarrolló las cosas, cómo los orilló a las cervezas, cómo y en dónde sacó su grabadorcita y qué cosas les iba preguntando.  Me resulta increíble que al grabador Enrique Pérez, casi siempre taciturno, le haya sacado tal cantidad de información.  De otros más parlanchines como Polo Prexedis, no me sorprende, y de otros que conozco más, como al fotógrafo Gonzalo Pérez, encuentro retratos casi exactos y muy bien hechos.  Sin embargo, hay por ahí alguno que no conozco ni de vista y gracias a las descripciones y al desarrollo, logré captar el porqué de su inclusión y de su quehacer artístico.  Así que el libro vale tanto para quien los conozca como para quien no, ejercicio que yo intenté hacer pero que por razones meramente afectivas con entrevistador y entrevistados, no pude.
Lo primero que pensé cuando acabé de leer este libro, es que es un libro semilla. Un proyecto de algo mucho más grande y mucho más ambicioso aunque, quizá por eso mismo, también más impersonal y menos íntimo.  Me gustaría por ejemplo, un libro ilustrado con los grabados, las pinturas y las fotografías de quienes fueron entrevistados.  También eché de menos a otros artistas como Memo Serrano, por ejemplo.  Así que espero, como digo, que este libro sea el inicio de un trabajo más amplio, que abarque a otros creadores más allá de la afinidad electiva del autor y que sirva realmente como precedente de la historia gráfica de Tlaxcala. 
Desde hace mucho conozco las letras de Iván y lo suyo es la ficción –también fuera de las letras, por cierto-, así que gocé mucho esta faceta periodística que no se fue por el camino tradicional de la entrevista directa.  Es cierto que el libro tiene algunos, varios, gazapos.  Si bien el autor es responsable en cierta medida, también muestra la falta de un trabajo editorial que bien podría asumir el Instituto Tlaxcalteca de Cultura, en su papel de facilitadora de recursos pues finalmente el libro sale bajo su sello.  La labor de los estados de la República es fundamental en ese sentido, pues permite descentralizar las publicaciones y si se logra hacer con mayor calidad, ese trabajo que ya realizan cumpliría mejor su función divulgativa.

Farías, Iván.  De ida y vuelta.  Tlaxcala, México: ITC, 2010.

lunes, septiembre 06, 2010

Derrito derrota

Las 12:12 en Barcelona y me como un helado de limón.
No escribí antes porque no quise.  Me negaba a pensar en clave de post, en clave de tweet, en clave de letras. Sé bien por qué lo hacía. 
Hay veces que reflexionar es un deporte de alto riesgo y yo no voy a México a pensar mucho en mí.  Voy a que me mimen, a que me suban el ego con dos o tres tareas de poca monta, a que me planchen la ropa, a que me traten como a un muerto:  recordando lo bueno, olvidando lo malo y mandándome de vuelta antes deque apeste.
Entonces el proceso de pensar se posterga, se fermenta y explota cuando llego y voy guardando la ropa aún planchada junto con la que se quedó llena de arrugas.  En realidad, yo le llamo pensar a cualquier cosa y en realidad también, exploto por cualquier cosa. En cualquier lugar.
Los helados de limón ya son todos tan iguales con su verde nuclear y su jarabe de glucosa, que al final no sé si lo mío es no saber estar, estar por estar o estar nomás chingando  dando por culo sin importar el mapa que habite.
De cualquier forma, el fracaso, como el mundo, es redondo.
El fracaso, como el helado de limón, acaba pringándolo todo.
De cualquier forma, ya llegué a pringarme.
Voy por un trapito para limpiar el teclado.  Lo demás o se limpia solo o se le adhiere mugre hasta olvidar que había debajo... como siempre, como cada vuelta de lengua por mi mundo de limón.

jueves, agosto 05, 2010

Las cornadas del tiempo

El domingo desperté, me vi al espejo y pensé que esa sería la cara que tendría en cuarenta años. Lo peor es que era la cara del presente y no la del futuro.  No pude posponerme esa expresión.  No son ni siquiera las arrugas, puede ser que tal vez las ojeras estuvieran más pronunciadas... ya no sé.  Me amaneció la cara de vieja aunque después del baño se me quitó.

El lunes un anciano me preguntó si ya había nacido en 1947.  Le dije que no, pero no con demasiada insistencia porque el día anterior yo era muy vieja.
"¿No recuerda que ese año murió Manolete?  No creo que lo recuerde, usted debió haber sido muy joven"
Me contó que Manolete le regaló un reloj de oro, fechado justo siete días antes de la cornada mortal de Islero.
"Es que yo fui torero ¿sabe?"
 Y me guardé los reproches antitaurinos, pues en el 47 seguramente no tendría yo estos discursos animalistas.
 Fingí interés porque le tengo más compasión a un viejo que a un toro.  Interés fingido que se convertiría en genuino cuando me contó que estuvo varias veces en la casa de Agustín Lara y que le brindó un toro a Ava Gardner.  Le dije que era una mujer hermosa.
"Psss... era bonita, sí, pero muy borrachita"
La diva quedó reducida a una bonita borrachita que le regaló otro reloj.  Un Longiness.
"Así se usaba.  Dedicabas una corrida y te hacían regalos.  El gobernador de Zacatecas me regaló un anillo de oro, pero no uno cualquiera.  Su propio anillo de oro, se lo quitó del dedo y me lo dio.  Los toreros españoles me regalaban trajes de luces a medida".
Y así recorrió las plazas de Lima, de Venezuela, de Colombia, de España y de México.
Conoció a Dominguín y a la mujer que le puso los cuernos.
"A los toreros siempre les ponen los cuernos. A Arruza, A Capetillo, a todos.  Las cornadas que no les daban los toros, se las daban sus mujeres"  Y se reía con su dentadura torcida, convirtiendo en gracia las tragedias personales.
Intenté que me contara más sobre Orson Welles pero no logré dirigir sus recuerdos hacia allá.
"¿Usted viene de España, verdad? En España hay más alegría ¿no le parece?"
Tampoco dije nada sobre Franco, sobre el concepto de alegría, sobre el drama de la tierra ajena, sobre los tópicos de la fiesta.  Yo era una mujer demasiado joven y demasiado simple en el 47, así que me limité a sonreír.
"Tres veces me tiré al ruedo de espontáneo y acabé en la cárcel.  Bueno, la tercera ya no, la tercera conseguí apoderado.  Esa vez fue Agustín Lara quien me dijo: lánzate muchacho"
Le pregunté sobre la cárcel y me dijo que estuvo nomás quince días a bolillo duro y café.
"En su tierra acaban de prohibir los toros.  Es que ¿sabe? sí es verdad que los toros sufren mucho.  ¿Y ahora qué van a hacer? Tan bonita la plaza de Barcelona"
Le dije que irían a Zaragoza o a Madrid, que en Barcelona la plaza ya no se llenaba como antes. Respuestas estándar plagadas de ingenuidad y compasión.
"¿Sabe? Manolete me regaló un reloj de oro siete días antes de morir. En 1947. Lo tengo fechado y todo.  Lo mató un toro llamado Islero ¿No se acuerda? Usted debió haber sido muy joven".
Y entonces me di cuenta que mi actitud de chica boba que cantaba "Granada" al piano para ganarse la simpatía de algún torero, fue la correcta. Gracias a la visión del domingo, yo ya sabía lo que era ser joven en los cuarenta y representé mi papel en el bucle interminable de los recuerdos del matador.
Se terminó la charla con un galante beso en la mano. Y lo vi alejarse con su andadera a modo de capote.
¡Qué tiempos aquellos! Me acuerdo muy bien de lo que no he vivido.