jueves, abril 27, 2006

Las musas y las mensas

Primero, debo confesar una cosa: Soy víctima de lo que culpo. A mí los escritores me encantan, me dan morbo, tienen varios puntos de ventaja sobre cualquier otro mortal. Así que esto no es un juicio condenatorio externo sino que me sumo a los hordas de gruppies de los que ejercen la palabra. Una vez hecha esta aclaración, sigo.
Ayer fui a la presentación de un libro (no diré nombres de nada, para que el Google Spy no haga una relación directa entre actores y acciones) en donde se encontraban los ingredientes típicos: el escritor, el presentador, los de la editorial, los tres o cuatro intelectuales y/o colegas cuyo celo profesional les permite acudir, algunos alumnos y alumnas y la consabida musa. Siempre que hay presentaciones de libros, lecturas o guarever hay una musa. Pues bien, la musa de ayer era francesa, con ojos de gato y con cuerpo gracil (y que conste que a las musas las llegaron a pintar gordas, pero esa es otra historia)
La musa adoptó su posición de "soy la musa" como hacen todas las musas. Comencé a hacer un inventario y recordé, en primer lugar, a la musa de pelos rojos de ese traductor de Pessoa que me hacía suspirar. Después seguí con la lista de otras musas cuyos iluminados no me provocan nada y algunos, incluso, una mueca de disgusto. Las musas, todas, eran a su modo bellas.
Están las musas y estamos las mensas. Las mensas somos aquellas que pretendemos escribir y cuando hacemos una lectura o presentamos un libro, en vez de tener un muso fijo, buscamos entre el público a ver si llegó el susodicho que nos prometió ir "aunque sea un ratito"
Recuerdo el caso de una escritora novel (si con "v", de las otras no conozco) que no quería presentar su libro hasta que no llegara el depositario de sus suspiros. No llegó nunca, por cierto.
El caso es que yo no sé porqué todos los escritores tienen su musa y su sexapil y las escritoras siempre tenemos historias fallidas y musos ausentes.
Y me incluyo entre las escritoras, no tanto porque escriba, sino porque haciendo inventario también sumé una presentación de un libro sin el muso de turno y una lectura de poemas en donde mi cuello de avestruz alcanzó a estirarse lo suficiente para ver al fulanito engullendo canapés mientras yo leía un seudopoema, sin la menor importancia, nada comparable a un bollito relleno de mole.

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