sábado, enero 21, 2006

Sucumbiendo a la masa

Para año nuevo me entró un antojo casi enfermizo de ponche. No eché de menos ni los romeros, ni el pavo, ni el bacalao; mucho menos la colación o las jícamas pequeñitas y dulzonas. Lo que realmente extrañé fue eso, el ponche que siempre me había parecido intrascendente o por lo menos, no estaba en mi ranking navideño. No encontré tejocotes y ahí empezó el primer problema porque una fruta tan estúpida como el tejocote -estúpida por insípida, insignificante y anodina-, resulta parte crucial de un buen ponche. Encontré tamarindos con los hindús: 8 euros el kilo y ante el desorbitamiento de mis atejocotados ojos, me dijo que podía encontrarlo procesado por 50 céntimos. Lo compré. Manzanas, sin problema. Canela en rama, cara pero buena. Naranjas, jugosas de buen precio. Piloncillo, con los ecuatorianos. Y de pronto recordé que en Carrefour había visto cañas. Tomé una pequeña, de menos de treinta centímetros de largo, pero cuando voy a que la empaqueten, la etiqueta decía: 5 euros. Me formaba en la fila, me salía, daba la vuelta para pensarlo mejor y al final decidí no llevarla. Bueno, ya tenía todo listo y cuando empecé a picar la fruta, evidentemente había olvidado la guayaba. Sólo he visto guayabas en Vía Laietana o en el Corte Inglés. Me pareció muy extravangante ir hasta el Corte Inglés a comprar una guayaba. Es como comprar chayotes en el Palacio de Hierro. Al final no fui y el ponche quedó bien pero no me recordaba ni a las piñatas, ni a las velitas, ni a nada. Sólo me recordaba a lo que no sabía el ponche.
Por eso no caí en la tentación de hacer tamales. Seguro que no quedan igual. Es que un buen tamal verde me recuerda a las primeras comuniones, a los dos de febrero, a la esquina del palacio de gobierno en Tlaxcala, a la entrada del metro División del Norte, al camino rumbo a Terrenate, a la bicicleta que pasaba frente a casa de Claudia, a los domingos en mi casa. No voy a pervertir mis recuerdos con una masita amorfa que me confeccione con sucedáneos. Por eso ahora que estoy aquí, del cielo me caen las hojas y, mea culpa, he abusado del tamal verde.

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mucho rollo para justificar mis excesos.

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