lunes, noviembre 06, 2006

Sigmund y Segismundo

Esta mañana tuve un sueño extraño. Soñé que se quemaba mi casa de Tlaxcala (siempre va ser mi casa de Tlaxcala aunque ya no sea) y que la veía arder desde lejos. Llegaba a la colina en coche y el fuego era mucho menos grave de lo que parecía. Era como un flameado de cognac en una sartén y sin embargo yo sabía que era el fin: las cenizas. Tomaba unos discos, cogía unos libros, dejaba discos por coger libros y libros por tomar discos y todo se me escurría de las manos. No podía llevarme más de lo que mis propios brazos pudieran abrazar. Al final, no me llevaba nada.
La puerta de la habitación estaba cerrada y puse como pretexto (seguramente se coló de alguna visión peliculesca) que el pomo de la puerta estaría ardiendo. No quería abrir porque del otro lado una manada de recuerdos y una horda de fetiches estaban dispuestos a aniquilarme.
Y me desperté con el corazón tropezando con su propio ritmo y con la sensación de que no hay aviones posibles, ni reencuentros que valgan la pena, ni la tierra es redonda, ni la pangea es reversible. Pinche Malinche, Cortés te la ha aplicado.
No creo necesitar a Freud para interpretar esta serie de obviedades. Mejor confío en otro Segismundo (el de Calderón de la Barca):

Porque si ha sido soñado
lo que vi palpable y cierto,
lo que veo será incierto;
y no es mucho que rendido,
pues veo estando dormido
que sueñe estando despierto.

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