viernes, noviembre 25, 2005

Tren al sur

Me fui en tren a Madrid. La idea del tren siempre me ha gustado porque estoy harta de los autobuses y la única vez que subí a un tren a la viejita de enfrente le olían las patas, se descarriló el ferrocarril anterior al nuestro y los asientos eran más incómodos que las gradas de los estadios de beisbol. Verónica se acordará de la aventura en tren y espero que ya no me guarde rencor por no haberle dicho, hasta que estábamos instaladas en la playa, que yo no llevaba ni un peso y que o vivía a sus expensas o tendría que levantarme muy tempranito a pescar. Yo no sé pescar.
Pero decía que me fui en tren a Madrid. Me tocó justo en los asientos en que los pasajeros quedan de frente. Como en las películas. Sólo que yo no soy Nicole Kidman ni uso sombrero ni llevo a mi gato en una canasta ni supe si el paisaje era bucólico porque iba muy concentrada en mi libro y en la gente.
Estoy en una edad en que los hijos o son propios o son insoportables, así que como no tengo, aborrezco a los niños llorones. Para mi jodida suerte, el vagón iba infestado de niños que no paraban de ser niños. El que iba atrás de mi descubrió en el camino su vocación de percusionista con el respaldo de mi asiento. Frente a mí otra se metía los dedos a la boca y los embarraba en la camisa del de junto que no sabía si limpiarse, sonreír a la madre o darle un grito.
El hombre de la camisa con baba tenía unas piernas larguísimas y estaba justo frente a mí. Yo también tengo las piernas largas pero sobre todo, llevaba unas botas mataculebras que toparon todo el camino con sus rodillas y con sus pies. Ambos lo sufrimos con resignación porque sabíamos que lo peor era el ambiente infantil que nos rodeaba.
La bebé que babea se llama Polina y su madre le distraía el hambre y el llanto con una jirafa verde. Todo el mundo sabe que las jirafas verdes no son comestibles y Polina seguía llorando, así que yo, después de luchar con las rodillas, la pañalera y un oso amarillo, me fui al bar a tomar una Coca Cola. El hombre de la camisa con baba se puso unos audífonos y sacó un bocata de jamón.
La madre de Polina era una persona extraña. A diferencia de la mayoría de las madres ella no ejercía complicidad alguna con las personas que se veían afectadas o enternecidas por la niña. La única vez que intentó sonreír fue cuando parecía disculparse con el hombre de la camisa babeada. Hay dentaduras que distan mucho de ser perfectas pero que causan cierta gracia cuando se asoman en tal o cual ángulo. Los dientes de ella no estaban demasiado dañados y sin embargo le restaba mucho a su particular belleza que parecía diseñada para moverse exclusivamente en el ámbito de la melancolía.
Y así, llegamos todos a Madrid. Bajé con mi bolso pequeño porque me esperaba el maletón que envió mi madre. Rosa ya estaba ahí, con su sonrisa de siempre. También me gusta Madrid y me gustan los trenes.

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