El tren llevaba las luces
encendidas y pensé que sería buena idea
tratar de dormir porque el viaje sería muy largo. Intenté, una vez más, dormir
con el antifaz que viene en el kit de viajero junto con un cepillo de dientes,
una manta que acaba poniéndote los pelos de punta con tanta electricidad, unos
tapones para los oídos y otras cosillas más.
Digo una vez más porque ya sé que esos antifaces no solo no me funcionan
sino que me generan angustia. Lo que no
me deja dormir no es la luz sino saber que detrás de esto hay luz. Me gustan las oscuridades que democratizan y
la oscuridad individual me inquieta. Me
hace sentir que me estoy perdiendo de algo que no está ocurriendo pero que
sería posible.
Abrí los ojos por dentro del
antifaz y una pequeña línea brillante me lo confirmaba: esto es solo sombra, una
falsa noche que no es la de afuera del tren pero tampoco es la de dentro del
vagón. Paliativos de trapo para jugar a que cualquier noche puede, porque debe,
ser oscura. Cerré los ojos y no supe si veía rojo o me imaginaba el mismo rojo
de cuando te quedas dormido bajo el sol. No era un neón lo que iluminaba, eran
si acaso dos o tres puntos de luz repartidos por el carro pero había en esa penumbra una insistencia refulgente que venía desde dentro de mi cabeza. Puse la mano sobre el antifaz que cubría mis
ojos. Oscuridad. Falsa oscuridad. Me quedé así unos minutos, intentando pensar
en cosas bonitas. Así, tal cual en "cosas bonitas" pero mi mente solo
le daba vueltas a la ponencia que tenía que presentar y cuando dejaba de pensar
en la ponencia empezaba a cavilar sobre otras cuestiones que resultan todavía
más inquietantes.
De tener el texto a mano hubiera elegido releer Sobre héroes y tumbas, porque soy de aquellas a las que les gusta azuzarse los sentimientos hasta el extremo y calzarse los momentos con libros, canciones y películas (romántica de mierda, pienso). Revisé lo poco que tengo en el Ipad y opté por
hacer como los niños: tomar seguridad con algo conocido. Por eso los niños ven las mismas películas
una y otra vez, porque eliminan la incertidumbre y se sienten cómodos con lo ya
sabido. En homenaje a mi razonamiento me puse a leer Alice in Wonderland pero
pronto caí en la cuenta de que, entre bostezo y bostezo, solo estaba pasando
los ojos por las letras. Estaba
realmente cansada. Llevo semanas
durmiendo muy mal.
Intenté dormir sin el antifaz
pero no pude. Volví a ponérmelo
convencida de que tendría la suficiente fuerza mental para dejarme de traumitas
de medio pelo, de seudofobias que no llegan a cuajar como mal mental, de
tonterías de niña nerviosa que ya no vienen al caso. Respiré hondo, esta vez no abrí los ojos bajo la tela y
llegó la cabeceada que no sé cuánto tiempo duró. Soñé, está claro que soñé porque me despertó
el sueño: un hombre quería meter su muñón en mi boca y los pasajeros eran
testigos mudos de la acción que yo no veía porque tenía los ojos vendados.
Intenté quitarme el antifaz pero se había hecho un nudo con la liga que traía
puesta en el pelo. Me lo puse de diadema. Quiero pensar que los pasajeros no corrieron rápidamente a sus asientos
a hacerse los dormidos ni que el hombre del muñón desapareció aunque siempre desconcierta
que el escenario de las pesadillas sea el mismo que el que se habita en ese
momento. Eso sí, el tren del sueño era más viejo y los asientos parecían más
incómodos.
Me levanté a caminar por los
vagones para admirar a todas esas almas limpias y roncadoras de pies apestosos.
Me metí al baño a lavarme la cara y
volví a mi lugar. No iba a dormir ni con ni sin antifaz y me puse a escribir
esto. Guardaré el antifaz en el cajón de mi buró junto con todos los demás.
Algún día les haré agujeros para los ojos, los bordaré con lentejuelas y
organizaré una fiesta loca. Mientras,
siguen siendo un inventario de todos esos insomnios en tránsito.