Son de la loma, cantan en llano
Al compás del órgano melódico las letras se van rellenando de naranja y las traduzco con mi voz de media tarde. Seguida de una cumbia (yo no olvido al año viejo, porque me ha dejado cosas muy buenas), una mazurka y después vino Hotel California. Así de bizarro, como las flores moradas colgando del plafón de madera. Este no era el lugar que recordábamos. Ahora es más verde, casi chino pero no se atreve, con la televisión mostrando un karaoke sin micrófono. Con mi café con leche y una pizca de azúcar para jugar al postre.
Y sacas el libro para que lo miremos y me cuentas historias sobre las historias y quiero mirar a la calle de reojo, pero no se puede. Antes sí se podía.
Y me cuentas sobre la ingenuidad del baño y las alfombras y el espejo, pretendiendo ser elegante en medio de estas paredes de color hospitalesco y hospitalario. Y sigo mirando el libro, y lo miras tú. Nos miramos, miras el reloj, yo miro a una pareja que entra y se sienta en la barra. Él también canta, yo dejé de cantar cuando entraron ellos.
Y después al cine y antes a comer a un griego sin pretensiones después de mirar libros viejos, nuevos, soportar pisotones y empeñones de gente que te rompe los talones con su hijo sobre ruedas. Deberían prohibir las carreolas en lugares concurridos y me ves de reojo, extrañado por mi comentario heródico pero en el fondo lleno de razón.
Las dos tazas vacías, la taquilla por fin abierta y a última hora nos decidimos por la de Jarmush. La chica de la tienda de dulces canta y te sonríe. Busco las gominolas más ácidas, las que se acomoden bien en este domingo en donde las televisiones cantan, el frío corroe los huesos y el sol queda lejos y arriba de las paredes del Raval.
Al salir del cine vemos que el lugar del karaoke mudo no era como lo recordábamos porque antes no existía. Me da igual. A mí me gusta cantar bajo cualquier pretexto. Como a la chica de los dulces, como a los niños que sus padres usan como armaduras, como a los que están contentos.
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