Cambia, todo cambia y ya ni el Gansito sabe igual
Pan no integral, me refiero al blanco que se pega en los dientes; mayonesa no light, sino de la de verdad, de la que aceita la tapa; jamón no de pavo, del de siempre; mostaza no de dijon, de la amarilla que casi fosforesce, y queso no brie, no panela desgrasado, queso amarillo cual plástico envuelto en plástico. Y si cierro los ojos casi puedo escuchar los gritos del recreo, sentir en mis nalgas la cuadrícula fría del patio a través de mi uniforme café con el que a veces sueño todavía.
Leche sin descremar, con toda su lactosa y salida de ese empaque que termina en piquito y dos cucharadas de Quick que ha añadido un estúpido prefijo Nes y modernizado a un conejo antes panzón y ahora esbelto de acuerdo a los cánones de la moda. Cada trago me recuerda los miércoles de Disneylandia en donde el mundo es cascada de colores, mágico mundo de colores y Campanita volaba esparciendo chispas.
Debería cenar esto más seguido y dejarme de mis all bran con leche aguada cuando me remuerde la conciencia, de mis sándwiches integrales con tomate y orégano, o de mi negro vicio de coca cola light.
Me acuerdo que esta cena se remataba con unas Barritas de piña que tengo que sustituir por un Camel.
Enciendo el cigarro y se me desdibuja la infancia. Así es esto de crecer, adquirir vicios y ponerle zancadillas a la memoria.
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