Quien busca, encuentra
A mí me gusta viajar a mi aire y a mi ritmo. Yo no viajo a destajo como las quinceañeras a bordo. Tampoco viajo como japonés robándole el alma a todo y quitándole el ángulo natural a mis ojos. Prefiero comer tres días mal y al cuarto bien, que ir mordisquéandole de a poco los sabores a la geografía.
Me gusta viajar pausado y que no me quieran timar pues soy la víctima favorita de los cojos, los ilusionistas y los vendedores de cuanta cosa haya. Ya tengo unas maracas y un güiro. Ya tengo pulseras. Ya un tipo me quiso vender cada ostión a un dolar y ya le dije que chingara a su madre. No había podido tomar aire porque Cartagena es muy bonita pero exagaradamente turística. Bastante acapulquera: con aroma a aceite de coco y a playa congestionada.
Pero hoy encontré un reducto de paz. Me solté de la mano de mamá y me fui corriendo. Crucé la plaza y me metí al primer local que encontré. Tuve suerte, el lugar me llamó. Había una mesa de cristal, una buena limonada y una revista que no he encontrado en ninguno de los puestos de periódicos circundantes, pero que llegando a Bogotá voy a buscar. Ahí leí un cuento muy extraño sobre un tipo que coleccionaba las pestañas de sus concubinas.
Lo leí sentada bajo un ventilador y salí feliz porque hoy hizo un poco menos de calor y porque por fin entendí qué diablos pasa con este lugar.
Y así iba yo, mirando los balcones, las plantas, hasta que ocurrió lo predecible: Me encontré con mi mamá y mi hermana al doblar la esquina. Olvidaba que aquí mi libertad mide de esta banqueta al próximo vendedor ambulante y cuesta 30mil o lo que ofrezca el mejor postor.
Al menos me cambió el panorama cartaginero. Ya me parecía muy sospechoso que esta ciudad no me diera posada. Al final, todas las ciudades ceden. O yo me adapto. O nos encontramos en un punto.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario