Salón de belleza Elo
Cuando la vida misma vale un cacahuate, uno se deja guiar como manso cordero. Dijo mi mamá que cuánta orzuela tengo. Que urge que me la quite y yo que no tengo fuerzas para chistar, simplemente asentí y puse mi cabeza para que me coloquen el collar y me lleven a pasear. Y así fue como llegué a Salón de Belleza Elo. La antesala de la muerte.
Por fuera parece un salón de belleza común y corriente. A decir verdad, más corriente que común con sus cortinillas beige y los anuncios de los servicios que prestan hechos sobre cartulina rosa con letras de plantilla: Permanentes Manicure Cortes Depilados.
Muchos sábados esperé ahí afuera a mi abuela que religiosamente iba con Elo a que le hicieran su proverbial peinado de algodón de feria que después sería plagiado por Matt Groenning para la mismísima Marge. Cuando mi abuela subía con gran dificultad al coche, además del olor de su Fancy Full plata, traía alguna historia siniestra: Fulanita se rompió la cadera. Se murió el marido de Sutana. La señora que vivía en la calle tal, esquina con cual, falleció la semana pasada. Rulos, tanatología y chismografía sobre la muerte.
Y yo, con esta depresión a cuestas, fui a caer justo ahí; al salón del barrio en donde las estilistas son una mezcla de peinadoras con enfermeras atrapadas en los ochenta. Con minúsculas tijeritas y enorme paciencia la señorita Equis iba quitando la orzuela de mi jodida cabellera mientras a un lado una viejita casi pelona se teñía los tres pelos y se quejaba porque el cráneo le había quedado café. Del otro lado, a otra anciana le hacían crepé y más crepé para ir tapando la calva estratégicamente. A mis pies dos canastas enormes de plástico albergaban cientos de tubos de todos tamaños y colores.
Y yo pensé que ya me podía ir, pero no. Doña Elo atiende personalmente a cada clienta y aún me faltaba el despunte hecho por ella misma y cómo no, si soy la nieta de otra de sus ex clientas (aclaro que son ex clientas no porque cambien de salón sino porque cambian de mundo), una de las más queridas y chismosas.
Y al final, hasta me sentí culpable de sentirme a gusto. No sé si era el recuerdo de mi abuela o si de plano me encantan las situaciones terminales o si el aire kitsch circundante acabó por devorarme completa.
-¿Te peino?- me dijo Elodia.
Y ahí me cayó el veinte. Y dije que no, que así estaba bien. No quería correr el riesgo de salir como Patty y Selma y entonces sí seguir fundida en esta abulia con el look completo.
Y regresé a casa, caminando con el pelo mojado y la sonrisa irónica de quien sale triunfante del valle de las momias.
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