Pájaros y fantasmas a partes iguales pasean por mi comedor. Forman parejas y bailan entre ellos. Como soy soberbia pienso que lo hacen para darme celos. La verdad es otra: los fantasmas creen que soy otro fantasma y los pájaros me odian.
Son pájaros de buena pluma y fantasmas de buena ley. Son fantasmas que admiran a los pájaros y pájaros que me picotean las tildes.
Soñé que estrujaba un pájaro entre mis manos y por eso me desperté a escribir: necesitaba cambiar por teclazos la sensación de huesecillos crujientes. No soñé con un fantasma pero ya lo llevo dentro, es irremediable. Por eso vine a volcar patas y cadenas todas revueltas, todas así, espontáneas sin pensarlas y sin pensarse, todas así, sin reposo ni reflexión. Todas así, a pesar de que los fantasmas prefieran no mancharse y me miren con condescendencia -ay, mírala, qué tierna, escribe como quien junta piedritas en la playa para después lanzarlas al mar-.
La culpa es mía por provocarme insomnios, por usar palabras desechables y contribuir a la contaminación semántica, por irme a dormir con los fantasmas puestos, por disfrazar el aire de pájaros, por soñar. ¡Eso! La culpa es mía por seguir soñando en lugar de ir a dormir.
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