Ayer por la noche intenté un remedio clásico: contar ovejitas.
Una a una iban saltando la valla porque así es más fácil contarlas, en cambio, si están todas juntas se mueven y después ya no sabes cuáles sí contaste y cuáles no... a menos que tengas una brocha y pintura o las marques de algún modo, pero eso implica levantarse de la cama: al menos yo no suelo dormir con esos artículos a la mano.
Ya tenía a mis ovejas de un lado y a la valla del otro. Decidí que todas fueran blancas para no tener favoritismos. Tengo una tendencia especial a encariñarme con las ovejas negras o a analizar porqué son negras. Así que mejor clónicas ovejas blancas.
Empecé:
1 borreguito... al otro lado
1 borreguito... al otro lado
1 borreguito... al otro lado
1 caracol... al otro lado.
¡Diablos! tenían que ser borregos.
1 borreguito... al otro lado
1 borreguito... al otro lado
Pero de pronto empezaron a saltar perros, calcetines, lavadoras, osos de peluche y un paquete de cigarros.
Un paquete de cigarros... debo dejar de fumar.
Debo dejar de fumar
Debo dejar de comer
Debo dejar de beber
Debo dejar de echar la hueva
Debo dejar...
¿Se dice "debo dejar"?
Volvamos a las ovejas.
Cuando regresé, ya no quedaba ninguna en el redil.
Las pastoreé por un prado verde, verde y me senté ahí a ver el paisaje. Se me ocurrió que podría ser otra técnica de relajación para dormir y me concentré en el bucólico valle, pero de pronto todas las ovejas empezaron a balar y me hicieron mucho ruido.
Se volvieron exasperantes, cada vez balaban más y más fuerte.
Las metí a todas en una cámara de gas y después ya no pude dormir por el remordimiento de conciencia.
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