miércoles, diciembre 10, 2008

Apuntes de la Moleskine
(15 horas encerrada fuera de Frankfurt)

III

Es la segunda vez en mi vida que estoy en un Starbucks. Una extraña promesa entre reivindicativa y dietética hizo que un día exclamara vehementemente para mis adentros "Jamás pisaré un local de estos". Como mi palabra es débil y mis promesas son frágiles; heme aquí. Podría decir en mi defensa que no tengo otra opción y es casi cierto porque el otro café está lleno, y es casi justificable porque el otro es más caro y más incómodo.
Me pedí un caffe late grande y con sabor a algo más que café con leche. Algún suplemento saborizante jodidamente apestoso.
Me siento con grandes aspavientos: dos mochilas, un abrigo y una torpeza congénita. El chico de junto lee Moby Dick y por eso lo bautizaré como Ismael. Ismael apesta. No me di cuenta hasta que se quitó el gorro. Me mira con incomodidad. O le hice mala cara o le moví a Moby. Posiblemente lo primero, mi cara es un órgano involuntario incapaz de fingir.
Ismael se comió un sandwich de camembert y mermelada. Justo el que yo rechacé por ahorrarme unos céntimos. Ismael va de hippie chic y lleva como penitencia una guitarra. Una guitarra, dos mochilas, una chamarra y un foulard rojo mismos que se lleva rápidamente con una gracia que me apabulla. Tú, Ismael. Yo, Moby Dick. Seguramente él zarpará primero y yo aquí: ballena-isla.
Es la segunda vez que estoy en un Starbucks. La primera vez fue en Chicago y no opuse resistencia pues venía vencida "apriori". Fue la culminación de una larga sesión de shopping.
¿Y qué quieren que haga? Así soy yo. Mis incongruencias están tejidas por el hilo de lana virgen de mi propio rebaño. Costuras que se rompen por el peso de mi hedonismo.
Incluso Ismael con su gorrito apestoso y sus pantalones hindús a media nalga sucumbió a la telaraña Starbucks. En él me amparo para justificar mi autotraición.
Dicen que la tercera es la vencida, o quizá, la vencedora. Sólo entonces entederé qué diablos le ven a estos lugares tan iguales, tan literalmente descafeinados, tan sórdidos en el primer mundo como pretensiosos en el tercero, tan carentes del encanto de las mesas cochambrosas o de la pomposa ingenuidad de los servilleteros de plástico.
Frente a mi duerme con placidez un sucedáneo del Dr. House. A sus pies reposa el bastón. A mi lado ronca un señor con dedos anormalmente gordos. Quizá yo también duerma para amortizar el gasto y el agravio. Un neón me da en la cara y empieza a picarme en el trasero. Seguro son las pulgas starbuckianas.

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