Todos los episodios que amo están impregnados de tabaco. Los mejores arrumacos de mi vida huelen a ropa ahumada. La gente que más quiero, fuma o ha fumado. El asma que me tiene jodida se alimenta sutilmente de tabaco. Todas las letras que tengo están hechas con cigarros: desde los “mi mamá me mima” (porque el mimo olía a mi mamá y porque sus dedos aromatizados me llevaban la manita); hasta las de ahora, estas mismas que escriben tabaco con tabaco.
Nunca me he enamorado de alguien que no fume; la ecuación resulta clara: entre más humo más amor (y si no, mírame ahora… si es que logras verme a través de la nube). Nunca he dicho algo realmente serio sin un cigarro en la mano. Nunca nada se ha mezclado más con las risas que una tos de fumador ni nada ha apretado tantos nudos en la garganta.
También es verdad que no recuerdo olor más triste que el del acondicionador y el tabaco al día siguiente de una historia fallida.
Fumando en serio, he pasado de los Delicados sin filtro como parte del disfraz de universitaria progre a los cómodos Camel de mi globalizada historia. Fumando en broma, empecé con Virginia Slims, cual señorita de mierda que fui.
El chirrido que asoma en mi garganta en las madrugadas frías insinúa que debo dejarlo. Jamás lo he intentado. No me da la gana despertarme un día odiando el olor de todo lo que me ha da dado vida.
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