martes, marzo 07, 2006
Una postal para Edurne
Yo conocí España por ella. Porque me mandaba postales desde Madrid o desde Xixón. Sin falta, cada año a la mitad de las vacaciones recibía las tarjetitas con su letra de cucaracha. Cuando volvía me traía regalos en los que varias veces se incluia una mochila, así no me daban envidia las mochilas las demás. Es que mi mamá siempre me las compraba en la Comercial Mexicana o si bien me iba, en Liverpool (la tienda, no el puerto). Las mochilas españolas causaban cierto furor entre la concurrencia.
Me contaba cosas de sus viajes como por ejemplo, cuando se cayó de la bicicleta y un niño le dijo gilipollas. También me contaba sobre su abuelo que había estado en la guerra y me enseñó una canción que oí hace muy poco "Franco, Franco que tiene el culo blanco..."
Ser su amiga en preprimaria era un lujo. Era ruda. Tan ruda, que una vez en la romería del club asturiano, me obligó a fingir que dormíamos para no bajarnos de las tazas voladoras y tener otra ronda gratis sin pagar. Yo era más tranquila hasta que le estrellé una manzana mordida en un ojo. Fue su culpa por haberme dicho albóndiga con patas. Nos perdonamos.
También recuerdo que sus sandwiches eran justo lo contrario de los míos. Los suyos con mayonesa y jamón porque odiaba el queso. Los míos con mostaza y queso porque odiaba el jamón. Eso sí, siempre le pedía un poquito de su mítica agua de limón. Yo llevaba el lunch en una vil bolsa de plástico porque las loncheras siempre se me perdían a las dos semanas de iniciar el curso. En esa época nos contábamos todo. Todo lo que se pueden contar dos niñas de diez años.
Después, cuando llevar lonchera era una ñoñería, compartimos un montón de donas de chocolate hasta que ella se puso a dieta y yo me quedé... comiendo donas de chocolate.
Luego nos separamos un tiempo porque yo tenía que volverme un poco más ruda y ella tenía que volverse un poco más tranquila. Nos reencontramos con un cariño profundo y con un pacto que no sé cuando establecimos y que consiste en protegernos del mundo y reírnos de cosas que sólo nosotras entendemos (como el pollo al vino).
Ahora yo estoy en España -o casi- y no le he enviado ni una puta postal. Será porque ya no se usa o porque nuestro hábito epistolar ha quedado suprimido por nuestras conversaciones en el chat. Volvemos a contarnos todo lo que dos treintañeras se pueden contar. Y echo de menos todas nuestras etapas: los sandwiches, las donas de chocolate y los repentinos cafés de sábado por la mañana.
Edurne: ahí te va la postal y aún te quedo debiendo muchas.
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