lunes, junio 11, 2007
La reina en Carcassonne
Juro que yo nunca quise ser una princesa aunque las conocí a todas de cerca. No quise correr el riesgo de cortarme la planta del pie con un zapato de cristal o de magullar mi espalda fina con un garbanzo duro. Los enanos también me daban miedo.
Mi infancia vivió entre la hegemonía infantil de Disney y las versiones originales de la crudeza eurocentrista. Las segundas me daban más morbo y las primeras más color. Desde entonces me quedaba con el morbo: con la Cenicienta sin ratones, las gotas de sangre que hablan y la Rapunzel no caricaturizada por gracia de la Guerra Fría.
Nunca quise ser princesa porque hubo una que no reía y otra que contaba cuentos para dormir a un asesino.
Nunca quise ser princesa porque no me hizo falta el trámite. Directamente me instalé en mi cómoda posición de reina.
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