Esta carta es parte de un intercambio epistolar que pretendemos hacer A y yo. Ella responderá en su blog y y yo seguiré, obviamente, en este. Nos cansamos de los 140 caracteres del twitter y de las fotos de gatitos del facebook así que regresamos a nuestros principios cibernautas: el blog. No sabemos cuánto nos durará el juego ni cuánto tardaremos en responder. Las posmonautas, somos impredecibles, dispersas e inciertas pero muy bien intencionadas.
Querida
Posmonauta A:
Empiezo
aquí nuestro ejercicio e-pistolar a cielo abierto. El intercambio de cartas me
parece una de las cosas egoístas más bonitas que existen: el que escribe se
queda muy a gusto despachando las ideas que tenía en la cabeza y el que lee se
siente satisfecho de saber que alguien escribió pensando en él. Si además le
añadimos el fascinante ingrediente del voyerismo, ya tenemos un buen coctel ¿A
quién no le gusta fisgonear en las conversaciones ajenas? A mí sí. Y releer las
conversaciones propias, también.
No es la
primera vez que me embarco en un ejercicio epistolar aunque sí es la primera
vez que las cartas van sin sobre para que las lea cualquiera. Bueno, también
tiene que ver con que las otras misivas contenían en mayor o menor medida,
algún ingrediente romántico-sentimentaloide y ya lo decía Pessoa: “La verdad es
que hoy mis recuerdos/ de esas cartas de amor/sí que son/ ridículos”
Últimamente
he estado pensando en el tema del ridículo. El ridículo propio, obvio, pero
también en lo ridículo como concepto. Hace un par de días veía por el enorme
ventanal de una cafetería, una esquina de Barcelona que siempre me ha parecido
muy hermosa. En el centro de la escena había una mujer también hermosa, vestida
hermosamente que hablaba por teléfono y sonreía con su dentadura hermosa. Una
postal. Un anuncio de centro comercial. Pensé en que esa mujer jamás podría
hacer el ridículo ¡Era tan perfecta! Imaginé que si un pájaro la cagaba, ella
sonreiría al cielo y se limpiaría su blusa impecable sin dejar rastro. Imaginé
que si se caía, llegaría un hombre guapísimo a rescatarla y se irían juntos por
ahí. Parece que hay gente a salvo del absurdo y no sólo porque aparenten
perfección sino porque saben esquivarlo con gran habilidad. Pero el verdadero
ridículo más allá del incidente vergonzoso es ese que queda cuando, después del
hecho en sí, todo lo demás se disipa, incluso la dignidad. Esta pérdida de la dignidad
va desde caerse despatarrada y enseñar los calzones, hasta humillarse de formas
absurdas cuando queremos llamar la atención de alguien sin éxito alguno.
Miramos atrás y es entonces cuando sentimos el peso del ridículo.
Pese a
todo, lo ridículo es profundamente humano. Nunca he visto a una cebra haciendo
el ridículo y unas flores no son ridículas de por sí en su ambiente natural. Pueden ser toscas en un adorno que ha pasado
por la mano humana o puede un perro ser grotesco gracias a su dueño. El sentido del ridículo, por lo tanto, es relativo:
puede que algo a ti no te parezca ridículo pero a mí sí. La cuestión es que
creo que antes no tenía tan desarrollado el sentido del ridículo ¿Será la edad?
Siempre me ha jactado de saber reírme de
mi misma ¿Será que estoy perdiendo el sentido del humor?
Será, tal
vez, que los ridículos que me importan ya no tienen que ver con cantar a gritos
en una borrachera o con montar escenas de celos, sino con esa sensación de
perder crédito, de que lo que antes consideraba maravilloso ahora es irrisorio,
de que tal vez madurar tenga que ver con tomarme más en serio, con exhibirme
menos, con dejar de insistir en aquellas cosas que pueden volverse un adefesio en
cualquier momento por un juicio propio o ajeno.
Mi miedo
al ridículo tiene que ver sobre todo, con el tema de la escritura. Ya no me
perdono cosas que antes sí y siento que mis textos se desploman espantosamente (a lo mejor esta misma carta es un testimonio de ello pero me
excusaré diciendo que es un ejercicio de pura divagación en modo casi
automático). El ridículo es bien doloroso y, por idiota que parezca, a veces
prefiero no escribir algunas cosas solo para ahorrarme esa sensación tan
chocante. Además de ridícula, me azoto.
En un
mensaje me decías algo de la vergüenza. Creo que está bastante emparentado el
tema aunque a la vergüenza la encuentro un poco más decorosa que al ridículo
¿Tú qué piensas?
Estas
reflexiones sobre lo ridículo tienen que ver, en menor grado, con otro suceso
que no te voy a explicar ahora pero que ya te contaré cuando nos toque café o
cerveza y M y S se hayan dormido después de comer su pizza. No es cuestión tampoco de orearlo todo ¡Qué
vergüenza! Solo te puedo decir que tangencialmente también tiene que ver con
las palabras. A lo mejor por eso se reforzó la obsesión... en fin...
Ojalá
esta carta sea la primera de muchas, muchas.
Besos y
cariños,
Posmonauta
B.
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