sábado, mayo 11, 2013

Primera carta posmonauta


Esta carta es parte de un intercambio epistolar que pretendemos hacer A y yo.  Ella responderá en su blog y y yo seguiré, obviamente, en este. Nos cansamos de los 140 caracteres del twitter y de las fotos de gatitos del facebook así que regresamos a nuestros principios cibernautas: el blog.  No sabemos cuánto nos durará el juego ni cuánto tardaremos en responder. Las posmonautas, somos impredecibles, dispersas e inciertas pero muy bien intencionadas.

Querida Posmonauta A:

Empiezo aquí nuestro ejercicio e-pistolar a cielo abierto. El intercambio de cartas me parece una de las cosas egoístas más bonitas que existen: el que escribe se queda muy a gusto despachando las ideas que tenía en la cabeza y el que lee se siente satisfecho de saber que alguien escribió pensando en él. Si además le añadimos el fascinante ingrediente del voyerismo, ya tenemos un buen coctel ¿A quién no le gusta fisgonear en las conversaciones ajenas? A mí sí. Y releer las conversaciones propias, también.

No es la primera vez que me embarco en un ejercicio epistolar aunque sí es la primera vez que las cartas van sin sobre para que las lea cualquiera. Bueno, también tiene que ver con que las otras misivas contenían en mayor o menor medida, algún ingrediente romántico-sentimentaloide y ya lo decía Pessoa: “La verdad es que hoy mis recuerdos/ de esas cartas de amor/sí que son/ ridículos”

Últimamente he estado pensando en el tema del ridículo. El ridículo propio, obvio, pero también en lo ridículo como concepto. Hace un par de días veía por el enorme ventanal de una cafetería, una esquina de Barcelona que siempre me ha parecido muy hermosa. En el centro de la escena había una mujer también hermosa, vestida hermosamente que hablaba por teléfono y sonreía con su dentadura hermosa. Una postal. Un anuncio de centro comercial. Pensé en que esa mujer jamás podría hacer el ridículo ¡Era tan perfecta! Imaginé que si un pájaro la cagaba, ella sonreiría al cielo y se limpiaría su blusa impecable sin dejar rastro. Imaginé que si se caía, llegaría un hombre guapísimo a rescatarla y se irían juntos por ahí. Parece que hay gente a salvo del absurdo y no sólo porque aparenten perfección sino porque saben esquivarlo con gran habilidad. Pero el verdadero ridículo más allá del incidente vergonzoso es ese que queda cuando, después del hecho en sí, todo lo demás se disipa, incluso la dignidad. Esta pérdida de la dignidad va desde caerse despatarrada y enseñar los calzones, hasta humillarse de formas absurdas cuando queremos llamar la atención de alguien sin éxito alguno. Miramos atrás y es entonces cuando sentimos el peso del ridículo.

Pese a todo, lo ridículo es profundamente humano. Nunca he visto a una cebra haciendo el ridículo y unas flores no son ridículas de por sí en su ambiente natural.  Pueden ser toscas en un adorno que ha pasado por la mano humana o puede un perro ser grotesco gracias a su dueño.  El sentido del ridículo, por lo tanto, es relativo: puede que algo a ti no te parezca ridículo pero a mí sí. La cuestión es que creo que antes no tenía tan desarrollado el sentido del ridículo ¿Será la edad?  Siempre me ha jactado de saber reírme de mi misma ¿Será que estoy perdiendo el sentido del humor?

Será, tal vez, que los ridículos que me importan ya no tienen que ver con cantar a gritos en una borrachera o con montar escenas de celos, sino con esa sensación de perder crédito, de que lo que antes consideraba maravilloso ahora es irrisorio, de que tal vez madurar tenga que ver con tomarme más en serio, con exhibirme menos, con dejar de insistir en aquellas cosas que pueden volverse un adefesio en cualquier momento por un juicio propio o ajeno.

Mi miedo al ridículo tiene que ver sobre todo, con el tema de la escritura. Ya no me perdono cosas que antes sí y siento que mis textos se desploman espantosamente (a lo mejor esta misma carta es un testimonio de ello pero me excusaré diciendo que es un ejercicio de pura divagación en modo casi automático). El ridículo es bien doloroso y, por idiota que parezca, a veces prefiero no escribir algunas cosas solo para ahorrarme esa sensación tan chocante. Además de ridícula, me azoto.

En un mensaje me decías algo de la vergüenza. Creo que está bastante emparentado el tema aunque a la vergüenza la encuentro un poco más decorosa que al ridículo ¿Tú qué piensas?

Estas reflexiones sobre lo ridículo tienen que ver, en menor grado, con otro suceso que no te voy a explicar ahora pero que ya te contaré cuando nos toque café o cerveza y M y S se hayan dormido después de comer su pizza.  No es cuestión tampoco de orearlo todo ¡Qué vergüenza! Solo te puedo decir que tangencialmente también tiene que ver con las palabras. A lo mejor por eso se reforzó la obsesión... en fin...

Ojalá esta carta sea la primera de muchas, muchas.

Besos y cariños,

Posmonauta B. 

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