Este iba a ser un
post bien documentado y reflexivo sobre una exposición que acabo de visitar y que
tiene que ver con mis temas de investigación y blablablá, pero, como siempre,
me pierde el maravilloso mundo de la anécdota insulsa.
Venía domingueando
despacio, sin prisa ninguna por volver a casa, intentando estirar las últimas
horas de la tarde. Me detuve en la boca
del metro y me acodé como si estuviera esperando a alguien, fijando la vista en
el teléfono y viendo a la gente que subía por las escaleras eléctricas. Un chico me mira y está a punto de saludarme
pero se arrepiente. Yo no correspondo al gesto y sigo con mi pose de espera. El
chico se coloca cerca de mí y es evidente que también espera a alguien así que
lo miro y doy un paso hacia él. Él vuelve a mirarme y entonces pienso que seguramente
quedó con alguna mujer que no conoce y por eso está desubicado. Puede ser que
esté esperando a una chica a la que venderá algo que anunció en Internet.
También puede ser que sea la amiga de un amigo o una cita a ciegas. Esto último
me parece menos probable pero convierte a la anécdota en historia. En una historia
fallida, auguro, pero en una historia.
Siento que tengo el control sobre
una especie de breaching experiment. Recuerdo
a Garfinkel y a sus experimentos de ruptura del sentido común y viajo en el
tiempo unos cuantos años, cuando me daba por hacer estas cosas con cierta
frecuencia con el entusiasmo de la recién descubierta sociología. Había que
teorizarlo todo, tenía esas ganas. Veo
que el chico sigue esperando y lo vuelvo a mirar pero ahora con un poco de
insistencia, entonces por fin se acerca y me dice: ¿Gabriela? y le contesto que
no con ensayada naturalidad porque esperaba este momento. De hecho, mi pequeña victoria consistía en
que el tipo por fin me preguntara si yo era aquella. Pequeñas victorias
estúpidas para diminutas crueldades cotidianas. Antes de que se girara a seguir
buscando a Gabriela, un par de nórdicos me preguntan que qué es eso que está
enfrente. Les contesto que es una antigua plaza de toros convertida en centro
comercial. Se los digo con un tono indignado, como diciendo “vaya mierda”, pero
a ellos les entusiasma la idea, me dan las gracias y se disponen a cruzar la
calle. Cuando volteo, el chico ya está con Gabriela. Gabriela es mi antítesis.
Estoy segura que el chico tenía la descripción pero parece ser que hoy en día
cualquier mirada ya es una afirmación o una pregunta.
Me subo al metro
pensando en la tontería que acabo de hacer y me río. El vagón no viene lleno
pero tampoco hay asientos y me quedo de pie. Un par de paradas después, un
hombre saca un cuaderno y se pone a dibujar. Pienso que dibuja a la chica que está detrás
de mí, así que me muevo con todo y mi complejo de muro. En Urquinaona sube bastante
gente, la puerta abre del otro lado y en esos reacomodos logro ver el cuaderno
de reojo y alcanzo a ver un rizo como el que se me hace junto a la oreja, una
oreja y mi arete. Una cadena cortita que sostiene tres bolitas y remata en una
gota: inequívocamente es mi arete. No sé qué hacer. Finjo que no me doy cuenta pero yo no me muevo.
Volteo a ver a la gente que viene sentada y al girar la cara hacia donde la tenía, levanto un poco la cabeza para
disimular papada. El dibujante es discreto. Apenas me mira pero una mujer que
viene atrás de él observa alternadamente la hoja y mi rostro. Me parece que voy
en un tren y que la siguiente parada es en el próximo pueblo que está a miles
de kilómetros.
Vuelvo a girarme y
veo que hay chicas muy guapas, que debió dibujarlas a ellas. ¿Por qué a mí?
¿Por qué a mí? pienso mientras procuro no ponerme roja como un tomate, cosa que
me ocurre a la menor provocación.
Recuerdo al chico de hace rato y lo incómodo que lo hice sentir y rumio esas cosas del karma en las que nunca
creo pero, caray, todo es muy raro. Empiezo a sentir angustia pero sé que no es
una angustia nueva, es otra que ya traía puesta pero que entre museo y experimentos
sociales había puesto entre paréntesis. Me siento invadida y, confieso, un poco
halagada. Y cuando cavilo en el halago, enseguida pienso si no es un hombre que
colecciona retratos de las mujeres más feas que ha visto en su vida. Me miro en
las puertas del metro y pienso que no estoy fea. Bueno, no tan fea como para
pertenecer al catálogo de las Grandes Obras Maestras de la Fealdad Humana.
El hombre baja en
Sagrera y no puedo ver el resultado. El metro vuelve a su velocidad habitual y
la mujer que miraba el dibujo me sonríe. Le devuelvo la sonrisa. Creo que me
merezco la incomodidad por estar buscando interacciones con desconocidos sólo
por el gusto del experimento. Me lo
merezco y entiendo el sentido del castigo redentor. En mi pequeño universo de
diminutas perversidades, todo vuelve a quedar en orden. Suspiro muy hondo y la
angustia reverbera. Mañana es lunes.
5 comentarios:
:)
meny
Después de una larga ausencia de tí, solo interrumpida por algunas visitas a La jornada de Oriente, hoy domingo, precisamente, vuelvo y me encuentro con esa exquisita página de cosas kármicas, en este día último de septiembre. Me ha hecho mirar hacia atrás y ver cómo ya se me han escurrido casi dos meses de silencio con tantos hechos importantes, exposiciones y concieretos, cada uno con una o más de esas "anecdotas insulsas", y el teclado de mi PC cubierto de polvo. Siempre me ha parecido más interesante el pequeño hecho marginal que la obra principal y con esa pagina de hoy lo reafirmas. Qué chévere volverte a leer. Un abrazo.
Meny: :)
Joaquín:
Ya sabes, al final mi blog tiene estos hábitos de andar en pantuflas... todo muy doméstico. Si le ponemos corbata, tal vez se sienta ahogado. gracias por seguir viniendo.
Creo que hoy era el día perfecto para haberme asomado a tu blog. Bety, me emociona sentirme tu amigo.
Alex!
No había visto tu comentario (señal del abandono de este blog).
Un abrazo y gracias.
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