Sueños del Olimpo
Estaba en pijama viendo las Olimpiadas como si tuviera veintitantos años menos. Estaba en pijama viendo el nado sincronizado como cuando memorizaba los pasos de las nadarinas para repetirlos en mi próximo chapuzón.
Por suerte en ese entonces no había cámaras acuáticas, y por eso no vi, en repetición cuadro por cuadro, como mientras yo juraba que mis piernas se movían rítimicamente, afuera más de uno pensaría "esta niña se está ahogando" o "esta pobre jamás será nadarina".
¿Y qué? yo sabía que era un juego, si me lo hubiera tomado más en serio me hubiera puesto una pinza de ropa en la nariz.
También veía a las gimnastas pero esas sí que no eran ni para jugar. De hecho, las veía poquito, no con envidia, porque ya me había documentado sobre las sórdidas historias de las gimnastas rumanas. Las veía poquito porque me parecían poquita cosa, tan flexibles, tan pequeñas, como pajaritos quebradizos.
Y veía, por supuesto la equitación. La veía pero no con ilusión sino con la certeza infantil de que estaría ahí, sí claro, montada en Don-Din, que no era un caballo imaginario o en Sahira, que era una yegua y no una bicicleta como las de las otras niñas. Si me lo hubiera tomado menos en serio no tendría todavía un par de cicatrices.
Y si no fuera por esas cicatrices (esta pequeñita, justo debajo del labio, la primera) y por los cientos de cuentos que leía juraría que esa niña que recuerdo no soy/era/fui yo. No me encajan en esta vida ni el caballo cepillado y el albardón oliendo a jabón de calabaza, ni las tardes trenzando crines, ni la nece(si)dad de ser grácil y éterea, ni mi pequeño pie mal colocado a medio estribo.
Si me cuadra, en cambio, la tele y la pijama porque ese es otro anclaje, de una vida más o menos miserable, de esta y obviamente no la del porte de aquellos desvaríos sincronizados que se ahogaron en Cuernavaca o de aquellas certezas equinas, que no eran otra cosa que un sueño prestado, que la prolongación de las frustraciones, que la vida que se quiere para otros.
Yo fui una niña que se subió a un caballo apaloosa y no se encontró jamás con su futuro. Suerte la suya y la de su corcel.
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