lunes, junio 20, 2005
martes, junio 14, 2005
Ahora sí que odio los domingos
No sé a cuantas revoluciones giren los domingos, pero se me acabó el paso lento y nostálgico de la resaca y el arrepentimiento. Maldita la hora en que moví la palanquita del tocadiscos.
El domingo era mi día favorito para escribir y para estar triste. Como me dijo Simón el jueves: "Pareciera que en Londres ser triste no es malo" Pues así mismo me ocurría los domingos: Ser triste no era malo. Un domingo triste no era de lamentar sino de contemplar y de exprimir. Un domingo era como mi Londres con niebla, con río y con vientos de abajo.
Se me acabaron los domingos fértiles de saudades. Ahora tengo que salir corriendo a la regadera antes de que lleguen todos a la comida familiar y a voltear mi domingo de cabeza. Cuando vivía sola, los domingos casi no comía. Ahora me atasco los huecos literarios con pedazos de chicharrón. Los domingos fumaba y divagaba. Ahora fumo Camel y soy un erizo.
Y me gustaría decir que los domingos son lo único que extraño. Pero mentiría porque extraño los árboles, los fuegos artificiales de los pueblos aledaños, la visita inesperada de la media tarde o de entrada la noche. Echo de menos los ventanales, la montaña y la chispa que saltaba poco antes de las ocho y que me ponía a teclear para robarle las últimas horas a la semana.
Ahora no sé ni en qué día vivo. Sólo sé cuando es domingo porque tengo que cerrar mi cuarto para fingir una privacidad que ya no existe. Lo que más extraño de los domingos es a mí. Casi ya no me tengo y me diluyo en las charlas pueriles para olvidar que hubo un tiempo en que odiaba los domingos porque casi los amaba.
No sé a cuantas revoluciones giren los domingos, pero se me acabó el paso lento y nostálgico de la resaca y el arrepentimiento. Maldita la hora en que moví la palanquita del tocadiscos.
El domingo era mi día favorito para escribir y para estar triste. Como me dijo Simón el jueves: "Pareciera que en Londres ser triste no es malo" Pues así mismo me ocurría los domingos: Ser triste no era malo. Un domingo triste no era de lamentar sino de contemplar y de exprimir. Un domingo era como mi Londres con niebla, con río y con vientos de abajo.
Se me acabaron los domingos fértiles de saudades. Ahora tengo que salir corriendo a la regadera antes de que lleguen todos a la comida familiar y a voltear mi domingo de cabeza. Cuando vivía sola, los domingos casi no comía. Ahora me atasco los huecos literarios con pedazos de chicharrón. Los domingos fumaba y divagaba. Ahora fumo Camel y soy un erizo.
Y me gustaría decir que los domingos son lo único que extraño. Pero mentiría porque extraño los árboles, los fuegos artificiales de los pueblos aledaños, la visita inesperada de la media tarde o de entrada la noche. Echo de menos los ventanales, la montaña y la chispa que saltaba poco antes de las ocho y que me ponía a teclear para robarle las últimas horas a la semana.
Ahora no sé ni en qué día vivo. Sólo sé cuando es domingo porque tengo que cerrar mi cuarto para fingir una privacidad que ya no existe. Lo que más extraño de los domingos es a mí. Casi ya no me tengo y me diluyo en las charlas pueriles para olvidar que hubo un tiempo en que odiaba los domingos porque casi los amaba.
jueves, junio 09, 2005
L'esprit de l'escalier
Los franceses llaman L'esprit de l'escalier a todas esas cosas brillantes que se nos ocurren cuando nos estamos yendo de un sitio. Ese "hubiera" que se queda suspendido en un discurso imaginario y se acompasa con el plas del último portazo.
La verdad es que esto no se lo escuché a ningún francés. Lo leí en un cómic; pero fue verlo y reproducir mentalmente unas escaleras en particular: oscuras y frías más allá de la metáfora y con escalones amplios para ir pateando silencios.
En esas escaleras me esguincé un tobillo pocos días antes de que se me fracturara la dignidad. Recuerdo que respiraba hondo para no llegar sofocada. También recuerdo que de subida eran geniales y de bajada me hacían llorar.
Ahora entiendo quién desató esta manía de silencios y sonidos que jamás hicieron música: fue el espíritu de la escalera. Lo que no entiendo es porqué el cabrón se mudó contigo si ahora vives en la planta baja. De cualquier manera lo que debí decir y no dije, forma parte del eterno inventario de frases a destiempo.
Los franceses llaman L'esprit de l'escalier a todas esas cosas brillantes que se nos ocurren cuando nos estamos yendo de un sitio. Ese "hubiera" que se queda suspendido en un discurso imaginario y se acompasa con el plas del último portazo.
La verdad es que esto no se lo escuché a ningún francés. Lo leí en un cómic; pero fue verlo y reproducir mentalmente unas escaleras en particular: oscuras y frías más allá de la metáfora y con escalones amplios para ir pateando silencios.
En esas escaleras me esguincé un tobillo pocos días antes de que se me fracturara la dignidad. Recuerdo que respiraba hondo para no llegar sofocada. También recuerdo que de subida eran geniales y de bajada me hacían llorar.
Ahora entiendo quién desató esta manía de silencios y sonidos que jamás hicieron música: fue el espíritu de la escalera. Lo que no entiendo es porqué el cabrón se mudó contigo si ahora vives en la planta baja. De cualquier manera lo que debí decir y no dije, forma parte del eterno inventario de frases a destiempo.
domingo, junio 05, 2005
Sábado Distrito Federal
La noche del viernes era cálida, bucólica, bella. La imponente montaña frente al amplio ventanal de mi casa de provincia, que por una indefinición de tiempo-espacio-dinero sigue siendo mía por lo menos en parte, proporcionaba el ambiente preciso para chutarme los ocho libros de poesía que por una módica cantidad debía reseñar, criticar y evaluar.
Al alba, me fui a dormir pensando que tendría un sábado de pierna suelta por lo menos hasta el medio día. Pero a las nueve, una mujer histérica comenzó a golpear la puerta para que moviera el coche porque estorbaba su terreno. Pero no sólo el coche estorbaba según ella su pedazo de tierra. También las escaleras de acceso a mi casa, se le habían puesto en su camino así que sin más, las destruyó. Evidentemente no pude volver a dormir por el ruido y por la angustia de ver como uno a uno iban tirando los escaloncitos. Salí a ver qué onda, pero cuatro tipos, la señora histérica, una excavadora con todo y conductor y un abogado mentado pero no presente, me acobardaron.
Así es como llegué al D.F. buscando la calma y el sosiego que la vida de la montaña me negó esa mañana. La carretera me ofreció todo el calor y todas sus curvas para llegar jadeante y sudorosa a la regadera y de ahí al metro y de ahí al concierto de Café Tacuba.
Se me olvidaron dos cosas. La primera que ya no tengo quince años. La segunda que yo conocí a Café Tacuba cuando era Café Tacuba y no Café Tacvba así que ni puta idea de las nuevas baladitas adolescentes y ñoñas.
Intentamos salir y eso era misión más que imposible. Por supuesto dí la nota pero no diré cómo, ya bastante vergüenza pasé ayer.
Después fuimos a un antro anodino con gente anodina, música anodina y por suerte los precios también lo eran. Pasamos por calles en reconstrucción, campos minados lleno de cables, agujeros, señales mal puestas, coladeras destapadas. Luego caminamos y caminamos y caminamos hasta que a la altura de Álvaro Obregón pudimos tomar un taxi.
Llegué a casa. Calor, mosquitos y más poesía. Ahora son diez libros los que hay que calificar.
Hoy no tengo ganas de escribir este post. No es relevante. Pero es para no dejar un hueco tan grande entre el escrito anterior y su presencia rotunda; y las minucias estúpidas de mi vida diaria.
Mejor me pierdo en las minucias.
Con su permiso.
La noche del viernes era cálida, bucólica, bella. La imponente montaña frente al amplio ventanal de mi casa de provincia, que por una indefinición de tiempo-espacio-dinero sigue siendo mía por lo menos en parte, proporcionaba el ambiente preciso para chutarme los ocho libros de poesía que por una módica cantidad debía reseñar, criticar y evaluar.
Al alba, me fui a dormir pensando que tendría un sábado de pierna suelta por lo menos hasta el medio día. Pero a las nueve, una mujer histérica comenzó a golpear la puerta para que moviera el coche porque estorbaba su terreno. Pero no sólo el coche estorbaba según ella su pedazo de tierra. También las escaleras de acceso a mi casa, se le habían puesto en su camino así que sin más, las destruyó. Evidentemente no pude volver a dormir por el ruido y por la angustia de ver como uno a uno iban tirando los escaloncitos. Salí a ver qué onda, pero cuatro tipos, la señora histérica, una excavadora con todo y conductor y un abogado mentado pero no presente, me acobardaron.
Así es como llegué al D.F. buscando la calma y el sosiego que la vida de la montaña me negó esa mañana. La carretera me ofreció todo el calor y todas sus curvas para llegar jadeante y sudorosa a la regadera y de ahí al metro y de ahí al concierto de Café Tacuba.
Se me olvidaron dos cosas. La primera que ya no tengo quince años. La segunda que yo conocí a Café Tacuba cuando era Café Tacuba y no Café Tacvba así que ni puta idea de las nuevas baladitas adolescentes y ñoñas.
Intentamos salir y eso era misión más que imposible. Por supuesto dí la nota pero no diré cómo, ya bastante vergüenza pasé ayer.
Después fuimos a un antro anodino con gente anodina, música anodina y por suerte los precios también lo eran. Pasamos por calles en reconstrucción, campos minados lleno de cables, agujeros, señales mal puestas, coladeras destapadas. Luego caminamos y caminamos y caminamos hasta que a la altura de Álvaro Obregón pudimos tomar un taxi.
Llegué a casa. Calor, mosquitos y más poesía. Ahora son diez libros los que hay que calificar.
Hoy no tengo ganas de escribir este post. No es relevante. Pero es para no dejar un hueco tan grande entre el escrito anterior y su presencia rotunda; y las minucias estúpidas de mi vida diaria.
Mejor me pierdo en las minucias.
Con su permiso.
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